Vivimos en medio de un mundo sujeto a cambios formidables, en todos los órdenes, lo que debería obligarnos a la contemplación objetiva de la situación y a la meditación profunda sobre el conjunto de nuestras acciones. Sin exagerar la importancia del simbolismo de las fechas, no es un hecho irrelevante el que vayamos a encarar la última década del siglo XX, que es al mismo tiempo el final del segundo milenio de nuestra era. Parece lógico el replantearnos un buen número de cuestiones, para no merecer un reproche aún más justificado que el formulado por Einstein: “El átomo lo ha cambiado todo menos nuestra manera de pensar”.
Cada año, por no decir cada día, ocurren hechos excepcionalmente importantes, que suelen coger de improviso a los que no se dedican en serio a organizar su cuadro de ideas sobre el mundo que les ha tocado vivir, y sus tendencias. Por ejemplo, en medio de nuestra inmensa capacidad de producción de toda clase de productos, carecemos de un orden económico mundial que se pueda entender; no existe un punto de referencia claro del valor de las monedas, como en su día lo fue el patrón oro o la libra o el dólar, lo que nos sitúa en una crisis permanente de especulación contra esta o aquella divisa; medio mundo está endeudado hasta las cejas, sin que nadie pueda esperar en serio que esas deudas gigantescas sean pagadas; y no nos extrañaríamos de que un día se hundan las Bolsas de Valores y otro se produzcan gigantescas devaluaciones, como las operaciones del austral en Argentina o del cruzado en Brasil, donde por supuesto las cuentas se siguen haciendo en dólares.
En una generación ha surgido un orden internacional que nada tiene que ver con el de los años treinta: en vez de una…