España sigue siendo un país en construcción y el nuevo gobierno surgido de las elecciones de diciembre será el principal arquitecto de esta empresa. La reforma constitucional, que debe ser ampliamente consensuada, sería un instrumento útil para ese fin. Pero la estructura jurídico-constitucional es el reflejo del alma y la voluntad de un país. Dicha estructura debe estar viva para que el espacio público del Estado albergue un proyecto común con efecto movilizador de la gran mayoría de los ciudadanos.

¿Tiene alma España? Por supuesto que sí. Ahora bien, la interpretación de ese sentimiento se adapta sin cesar a los tiempos. Existen muy diversas razones que impulsan en este momento a redefinir España como proyecto de todos. El resultado de las elecciones abre un nuevo ciclo político. El reto soberanista catalán de la pasada legislatura necesita respuestas. La carga de la deuda ha alcanzado el 100% del PIB. El marco europeo, en otros tiempos referencia y estímulo, se presenta lleno de dudas. Los desafíos internacionales, como la inestabilidad en el vecindario de Europa, la escasez energética o el deterioro del medio ambiente, son formidables. En estas circunstancias, es preciso repensar España como comunidad política que se proyecta hacia el futuro en un mundo con más peligros que certezas.

La construcción nacional de España no puede hacerse con los materiales del pasado. El siglo XIX vivió la consolidación de las grandes naciones europeas. En Francia, la III República expandió la lengua francesa a través de la escuela pública, relegando las lenguas y las culturas regionales como patois. Tras lograr la unificación manu militari, los padres de la patria italiana fueron conscientes del papel de la educación y la prensa en la integración del país. “Hemos hecho Italia, ahora debemos hacer italianos”, dijo Massimo d’Azeglio en 1861. Gran Bretaña se articuló como…