El mundo ha evolucionado de una manera extraordinaria en las últimas dos décadas. No se trata del final de la historia, sino de la desaparición de un esquema vigente desde que acabó la Segunda Guerra mundial y de la transición hacia su sustitución por uno nuevo, todavía en formación. El fin de la bipolaridad ha obligado a los países a desarrollar nuevas agendas en política exterior y ha creado condiciones más propicias para la gradual configuración de nuevas agrupaciones regionales y para la interacción entre ellas.

Hoy los países deben trabajar por la seguridad y la estabilidad y esforzarse en mejorar la capacidad de las organizaciones internacionales para hacer frente a las crisis, prevenirlas y mantener la paz y, en su caso, imponerla. Al mismo tiempo, deben trabajar conjuntamente para mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos y afrontar los grandes desafíos del crimen organizado, las drogas, el terrorismo, el deterioro del medio ambiente, la inmigración ilegal… Por lo demás, la cambiante naturaleza de los riesgos y amenazas impone la adecuación de las estructuras internacionales de seguridad y cooperación a las nuevas circunstancias, lo que para los países de nuestro entorno significa reestructurar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, transformar y ampliar la OTAN y la Unión Europea, un mayor protagonismo de Europa en el mundo, la preservación del vínculo transatlántico, etcétera.

En el plano económico, la creciente globalización de numerosos ámbitos de actividad y la coordinación y colaboración cada vez mayores entre las principales economías de mercado coexisten con índices alarmantes de desigualdad y pobreza en el mundo. Si bien en el curso de la segunda mitad del siglo XX la renta mundial se ha multiplicado por siete y la media por habitante por tres, en más de setenta países la renta per cápita es inferior…