Si el problema palestino no existiera, es muy probable que Sadam Husein hubiera invadido, ocupado y anexionado Kuwait exactamente igual que ha hecho en agosto pasado. Pero se habría privado al dirigente iraquí de su principal arma propagandística, del argumento que más impacto tiene entre las masas árabes: la acusación de que Occidente utiliza una doble medida al exigir el cumplimiento de la Resolución 660 y siguientes del Consejo de Seguridad –sobre el caso kuwaití– con un vigor y unos medios que no se ponen al servicio de otras resoluciones del mismo órgano, como la 242 o la 338, que tratan, precisamente, del problema palestino.
La evolución política soviética y la crisis del Golfo colocan hoy el problema en una óptica diferente y no hay razón para que las cosas no deban cambiar. Así lo ha afirmado el Secretario General de las Naciones Unidas, señor Pérez de Cuéllar en su Declaración de 15 de enero de 1991: “He recibido garantías, una vez más y a los más altos niveles de Gobierno, de que, tras la resolución de la presente crisis, no se ahorrarán esfuerzos para abordar –de forma global– el conflicto árabe-israelí, incluyendo la cuestión palestina. Comprometo todo mi esfuerzo a este objetiva.” Es lógico que así sea cuando el conflicto árabe-israelí constituye un problema estructural enquistado en el corazón de la región, que ha producido hasta hoy incontables sufrimientos sin que todavía se vislumbre un atisbo de solución. Por contra, la guerra del Golfo, con toda su espectacularidad y peligro de desbordamiento, no pasa de ser algo coyuntural que se resolverá a corto plazo de una u otra forma, aunque las cicatrices que deje tarden luego mucho en sanar.
La solución pacífica del problema palestino exige conciliar el derecho de Israel a la seguridad con el derecho de los…