La recesión contribuyó a agravar la desigualdad, primero con el despido y la emigración de más trabajadores temporales que indefinidos y, segundo, con las grandes cifras de desempleo y precariedad y los bajos salarios que tuvieron que aceptar incluso los mejor preparados.
La desigualdad de renta, las grandes diferencias económicas en definitiva, ha realizado un aterrizaje de emergencia sobre el debate político. Sus múltiples caras –la pobreza, la precariedad, el desempleo de larga duración, el surgimiento de una generación perdida, etcétera– desbordan las portadas y los informativos día sí, día también. En un año electoral como este, trufado de generales, locales y autonómicas, los dos grandes partidos emergentes –Ciudadanos y Podemos– han incrustado la lucha contra las desigualdades extremas en el corazón de sus programas. Es difícil imaginar que la gestión de los próximos gobiernos españoles no vaya a ser juzgada en gran medida por el éxito con el que aborden esta singular cruzada.
Hasta el estallido de la crisis, la desigualdad de renta no era ni mucho menos el primer plato de informativos y tertulias, porque entre otras cosas llevaba reduciéndose, con oscilaciones eso sí, desde principios de los años ochenta. Entre 1995 y 2008, una de sus principales medidas, el coeficiente de Gini, calculado en este caso por Eurostat, muestra cómo España se acercaba rápidamente al punto de convergencia con la media de los 15 miembros más prósperos de la Unión Europea. No estaba nada mal para un país que había partido como uno de los más desiguales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Sin embargo, las trompetas y tambores de las buenas noticias escondían unas tendencias preocupantes. La primera: esa reducción de las grandes desigualdades de renta –como demostraron Pijoan-Mas y Sánchez-Marcos– dependía esencialmente de la intensidad de la expansión y,…