Hasta 2011, los regímenes árabes vivían en un mundo de cartón-piedra, ficticio, con grados variables de despotismo sin ilustrar. En enero, la insurrección prendió en Túnez, luego en Egipto y se extendió a todo el norte de África, el golfo Pérsico, Siria y Líbano.
Quizá los manifestantes norteafricanos hayan elegido el altísimo riesgo por carecer de alternativas. La Argelia de Abdelaziz Buteflika tiene un paro juvenil superior al 50%, sin subsidio. Libia es muy rica pero los libios se encuentran entre los ciudadanos más pobres del mundo. Al lado de esos países, Egipto cuenta con una sola pero verdadera institución, el ejército. Desde 1945 a 2011, ha controlado cada día la evolución de Egipto. En 66 años, el estamento militar ha formado la red básica para el funcionamiento del país. Retirado Hosni Mubarak, por cierto en territorio nacional, en Sharm el Sheij, el ejército es ahora el árbitro de una transición que colme con las aspiraciones de la mayoría egipcia.
Cuestiones más importantes: la presencia y la fuerza de una juventud pacífica, decidida, urbana, de clase media y laica, reunida en la plaza Tahrir y en todas las plazas Tahrir del país, conectada a través de la Red. Ellos han sido los vencedores, antes que los Hermanos Musulmanes, tan influyentes hace 20 años, tan borrosos hoy. Las escasas, por no decir nulas, menciones al problema israelopalestino, casi ausente de las reivindicaciones.
Estos son algunos hechos de peso. Otros datos: a los cinco días de comenzar las manifestaciones, el ejército egipcio forzó la retirada de la policía, que había hecho más de dos centenares de muertos. Desde la llegada de los carros de combate, el clima es otro en las calles de las ciudades y los pueblos egipcios. Exactamente lo contrario ha sucedido en otros países: Yemen, Bahrein, Argelia y sobre…