En sus más de 40 años de historia, la atribulada trayectoria del movimiento islamista tunecino Ennahda ha incluido una brutal represión, pulsiones revolucionarias, la clandestinidad y la cárcel. Sin embargo, después de varios años de larvadas luchas intestinas ahora se enfrenta a una crisis de diversa naturaleza.
La reciente marcha del partido de más de un centenar de cuadros medios y varios líderes nacionales lo ha dejado al borde de una dolorosa escisión en el momento más delicado de la era pos revolucionaria, cuando el golpe de fuerza del 25 de julio de 2021 del presidente Kais Said amenaza con echar al traste los logros de la transición democrática.
Su crisis coincide con la del Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) en Marruecos que, junto a Ennahda, es representante de la corriente más moderada del islamismo. La debacle del PJD en las elecciones generales del 8 de septiembre –pasó de un 27% al 4% de los votos– es una confirmación última de que los vientos regionales, que en 2011 soplaban a favor del islamismo, han cambiado de dirección. Ahora bien, la crisis de Ennahda es de diversa naturaleza, ya que los contextos políticos en Túnez y en Marruecos son bastante diferentes.
Una década como actor ineludible
Entre la clase política tunecina, Ennahda fue el principal beneficiado por la caída del régimen de Zine el Abidin Ben Ali en 2011. En cuestión de meses, pasó de ser un movimiento proscrito a liderar el primer gobierno elegido en las urnas, así como el proceso de redacción de una nueva Constitución democrática.
Aunque el partido islamista moderado –o “islamo-demócrata” como gustan sus líderes de autodefinirse– no ha ganado todas las contiendas electorales celebradas durante la última década, sus resultados han sido siempre sólidos, conviertiéndolo en el centro de gravedad de una escena política tunecina marcada por los vaivenes electorales del resto de formaciones. Y es que Ennahda ha sido el único partido capaz de construir una estructura robusta en toda la geografía del país, sostenida por miles de abnegados militantes. Esta privilegiada posición es la que parece ahora en riesgo.
Para entender la actual crisis de Ennahda es necesario echar un vistazo a su trayectoria durante la última década en la que, en mayor o menor medida, ha estado presente en la decena de gabinetes que han gobernado el país desde finales de 2011. De ahí su condición de actor ineludible de la escena política tunecina. Su punto más álgido fue cuando se erigió en el gran vencedor de las elecciones constituyentes de octubre de 2011 con un 37% de los votos, lo que le permitió presidir un gobierno de coalición con dos partidos de centro-izquierda, la llamada “troika”. Este periodo estuvo marcado por una fuerte polarización con la oposición y por los temores de los sectores más laicistas al desballestamiento de la herencia laicizante de Habib Burguiba, el padre de la independencia de Túnez.
De hecho, la transición estuvo a punto de descarrilar después del asesinato de dos opositores de izquierdas a manos de grupos yihadistas. Para reconducir la crisis y evitar un escenario parecido al de Egipto, que experimentó un golpe de Estado en 2013, fue necesaria la mediación de cuatro organizaciones de la sociedad civil, incluido el todopoderoso sindicato UGTT. La solución pactada, que incluyó la formación de un gobierno de perfil tecnócrata y la celebración de elecciones, permitió aprobar en 2014 con un alto grado de consenso la nueva Constitución democrática del país.
La interpretación que los líderes de Ennahda hicieron de aquel tenso periodo fue que amplios sectores de la sociedad, especialmente aquellos con poder como el empresariado, los medios de comunicación o el alto funcionariado, no lo consideraban un actor legítimo. En Ennahda, se llamaba a estos sectores el “Estado profundo” o los vestigios del “Antiguo Régimen”. Durante décadas, el islamismo había sido la bestia negra del régimen, y ese poso cultural habría generado una serie de resistencias que impidieron al partido gobernar con normalidad. Por tanto, la dirección fijó como gran objetivo del partido conseguir su plena integración en el sistema político, social y económico del país. Y la herramienta para conseguirlo fue la búsqueda de acuerdos con los partidos políticos en representación de estos sectores.
Esta estrategia se puso en marcha inmediatamente después de las elecciones presidenciales y legislativas de 2014. En ambas triunfó la coalición Nida Tunes, cimentada bajo el liderazgo de un viejo estadista, el futuro presidente Beyi Caid Essebsi. En aquel ciclo electoral, Ennahda se erigió como el segundo gran partido, facilitando la formación de un gobierno de coalición entre ambos adversarios para garantizar la estabilidad. Los vínculos entre Nida y figuras del régimen de Ben Ali despertaban un verdadero temor en el seno de Ennahda a un retorno al pasado, por lo que el pacto pretendía garantizar la preservación del partido.
Entre 2015 y 2020, en aras del consenso, Ennahda aceptó una cuota en el ejecutivo mucho menor a su peso electoral, lo que le granjeó una capacidad de influencia limitada en una escena dominada por las luchas de poder dentro las diversas facciones de Nida Tunes y que paralizó la acción de gobierno. De las elecciones de 2020 apareció un panorama político muy diferente, marcado por la ascensión de figuras con un discurso pro revolucionario y que enfatizaban la lucha contra la corrupción, especialmente, el nuevo presidente Kais Said.
No obstante, el veterano líder de Ennahda, Rachid Ghanuchi, prefirió sellar una alianza en el Parlamento con el segundo partido más votado, Qalb Tunis, de corte populista y liderado por Nabil Karui, un magnate con casos abiertos por corrupción. Aunque el argumento oficial fue, una vez más, la necesidad del consenso con los representantes del establishment, muchos militantes percibieron que la verdadera razón era el anhelo de Ghanuchi por convertirse en el nuevo presidente de la Asamblea de Representantes del Pueblo. El hecho de priorizar los pactos con fuerzas conservadoras, vinculadas con importantes grupos empresariales, implicó abandonar algunas demandas de cambio proclamadas durante la revolución, lo que frustró a una parte de las bases del partido, sembrando la semilla de la futura crisis interna.
De islamistas a ‘islamodemócratas’
Además de las alianzas con el establishment, la estrategia de “normalización” de Ennahda pasaba por acelerar y promocionar la evolución ideológica del partido. Este fue el objetivo principal de su X Congreso, celebrado en verano de 2016. Los líderes del partido querían borrar su reputación de islamista radical entre una parte de la población, creada sobre todo a causa de sus posiciones durante el proceso constituyente, cuando, por ejemplo, propuso que la sharia o ley islámica fuera fuente del derecho o la definición de la relaciones de género que establecía que la mujer era “complementaria” al hombre.
Asimismo, sus detractores laicos siempre le achacaron haber ignorado o incluso haber sido cómplice de la violencia de los grupos salafistas como Ansar al Sharia durante el gobierno de la “troika”. Por esta razón, los organizadores del Congreso se esforzaron en proclamar que Ennahda había dejado de ser un partido “islamista” para pasar a ser “islamodemócrata”, adoptando como inspiración los partidos cristianodemócratas europeos. Para sustentar la nueva etiqueta, el principal cambio introducido en los estatutos fue la prohibición de cualquier tipo de actividad religiosa en el seno de la formación. Es decir, Ennahda pasaba a ser una organización estrictamente política y establecía como incompatibles para sus dirigentes los cargos en el partido y las tareas de proselitismo religioso. “Esta no es una decisión que caiga del cielo, sino la coronación de un proceso histórico… Debemos separar la religión de las luchas políticas”, proclamó desde el estrado el propio Ghanuchi.
Más que una ruptura con el pasado, el Congreso representó otro paso en el largo camino hacia la moderación iniciado desde hace más de dos décadas, cuando el partido abrazó la democracia y los derechos humanos, e incluso se atrevió a apoyar algunas medidas consideradas entonces anatema por los movimientos islamistas del mundo entero, como la prohibición de la poligamia decretada por Burguiba. De hecho, en 2016, las actividades proselitistas en el seno de Ennahda ya eran más bien marginales.
Para distanciarse de movimientos como los Hermanos Musulmanes, los ideólogos de Ennahda aseguran que sus referentes ideológicos son diferentes de los de los movimientos islamistas del Mashreq, señalando como fuente de inspiración a reformistas islámicos como el tunecino Taher Ben Achour o el argelino Malek Bennabi. Otro factor explica también la evolución respecto a postulados islamistas clásicos sostenidos por el embrión de Ennahda en los años setenta: el mayor proceso de secularización de la sociedad tunecina, donde solo un 23% de sus ciudadanos apoya la preeminencia de la sharia frente a un 60% en Egipto o un 77% en Libia.
Un hecho que cabe resaltar es que los cambios adoptados en el X Congreso gozaron de un amplio consenso dentro del partido, siendo aceptados incluso por parte de los líderes de los sectores más conservadores, que se apartaron sin rechistar de la escena política para dedicarse a la predicación. Este fue el caso, por ejemplo, de los “halcones” Saduk Churu y Habib Elluze. “El vocablo islamista pertenece a un periodo pasado de represión. Ahora somos un partido demócrata nacional con una referencia islámica”, declaró a EL PAIS el propio Churu en los pasillos del Congreso.
Sin embargo, sí fueron más críticos algunos antiguos miembros de la militancia nahdaui. “La ponencia del partido dedicó más esfuerzos a explicar lo que no era Ennahda, o lo que había dejado de ser, en lugar de definir los anclajes de la nueva ideología del partido. ¿En qué cree ahora Ennahda? ¿Cuál es su proyecto?”, comentaba un antiguo militante desengañado con el partido.
La plena aceptación, al menos aparente, entre la militancia, no abarcó a todos los sectores sociales que simpatizaban con el partido. Ello explica el inesperado éxito en las elecciones legislativas de 2019 de la Coalición Karama –21 diputados–, una formación que ocupó los dos flancos que Ennahda había dejado al descubierto en su tránsito hacia la moderación. A saber, aquellas posiciones alineadas con el discurso islamista clásico y desacomplejado –a menudo se define a Karama como ultraconservador– y con una retórica revolucionaria y anti-imperialista.
El disputado liderazgo de Ghanuchi
Durante décadas, Ennahda y Rachid Ghanuchi han sido prácticamente sinónimos. Cofundador en los años setenta del movimiento Yamaa Islamiya, embrión del actual partido, Ghanuchi ha sido durante años un líder venerado por la militancia. Su condición de intelectual islámico de prestigio más allá de las fronteras tunecinas en su defensa de la compatibilidad entre el islam y la democracia, le convirtió en el gran referente ideológico y moral de Ennahda.
Sin embargo, algunas de sus decisiones estratégicas durante la última década y, sobre todo, su gestión interna del partido, muy centralizada, han ido consolidando una corriente crítica cada vez más fuerte. En el X Congreso de 2016, varios líderes de peso propusieron que la mitad de la ejecutiva del partido fuera nombrada por el presidente y la otra mitad elegida por las bases, en lugar de ser toda escogida a dedo por el presidente. La propuesta fue rechazada por un escaso margen –un 52%–, y Ghanuchi designó una ejecutiva dominada por sus acólitos, sin apenas representación de las otras sensibilidades de la formación.
La tensiones en el movimiento escalaron cuando Ghanuchi decidió sustituir a 30 de los 33 cabezas de lista de distrito elegidos por las bases para las elecciones legislativas de 2019, incluidos algunos pesos pesados, como Abdelhamid Yelassi, Abdelatif Mekki o Samir Dilou. La acción representaba una violación flagrante de las reglas internas de la formación, que solo permitían el remplazo de un 10% de los candidatos y siempre con la aprobación del majlis al shura, una especie de Consejo Nacional. Las disensiones internas quizás ayudaran a explicar el pobre resultado del partido, que recabó solo 500.000 votos (un 19%), frente a los más de 1,5 millones (un 37%) en 2011.
Ahora bien, el total hundimiento de su antiguo adversario –Nida Tunes se quedó con solo tres diputados–, le permitió salvar los muebles y recuperar la condición de partido más votado. El establecimiento de una alianza con Qalb Tunis, un partido populista y percibido como un nido de corrupción, no ayudó a calmar las tensiones internas. Tampoco lo hizo el hecho de que el estallido de la pandemia de la Covid-19 forzara el aplazamiento del XI Congreso, previsto para la primavera de 2020, y para el que no existe todavía fecha.
El sector crítico considera que Ghanuchi ha utilizado la pandemia como una excusa para mantenerse en el poder. De acuerdo con el artículo 31 de los estatutos actuales de la formación, existe un límite de dos mandatos para el cargo de la presidencia. Ghanuchi ya presidió el partido en los años ochenta, pero luego, durante el periodo de represión de Ben Ali, su cargo oficial fue el de “representante en el exterior”. Por tanto, oficialmente, su primer mandato se inició en 2012 y fue renovado en 2016.
En septiembre de 2020, el mar de fondo interno salió a la superficie, dejando atrás la reputación de Ennahda de ser un movimiento con una disciplina y cohesión graníticas. En una carta dirigida a Ghanuchi, más de 100 responsables del partido le instaban a hacer público su compromiso de respetar los estatutos internos, renunciando a modificar el artículo 31 para convertirse en un presidente vitalicio. Los firmantes invitaban también al presidente a garantizar la renovación y democracia interna de la formación, y advertían del peligro de una agria división en el XI Congreso. La dirección de Ennahda respondió con una declaración en la que defendían una excepción a los límites de mandato para los zumaa, líderes carismáticos, y acusaban a la corriente crítica de querer excluir a Ghanuchi del partido.
¿Hacia una escisión y la subalternidad política?
El golpe de fuerza del presidente Kais Said del 25 de julio –que posteriormente se iría convirtiendo en un golpe de Estado– sirvió de catalizador de las tensiones internas de Ennahda. El nuevo contexto político hizo evidente la pérdida de popularidad de la formación. En sus cánticos y declaraciones a la prensa, los ciudadanos que se movilizaron a favor de las “medidas excepcionales” de Said parecían movidos con la misma intensidad por un rechazo a Ennahda como por un apoyo al presidente. Tanto entre la opinión publicada como en las redes sociales se atribuye a Ennahda la principal responsabilidad de todos los males que afectan al país: el estancamiento económico, el altísimo paro juvenil, la corrupción rampante, las desigualdades, etc.
Aunque la formación islamista solo controló el gobierno entre finales de 2011 y 2013, el hecho de haber participado en mayor o menor grado en todos los gabinetes desde entonces la convierte en la quintaesencia del denostado establishment. La percepción de que la estrategia de la dirección estaba haciendo un daño irreparable a la “marca Ennahda” empujó al sector crítico a firmar una nueva carta pública en la que exigía la dimisión en bloque de la ejecutiva y una renovación total del partido para estar en una mejor disposición de afrontar la grave crisis política del país.
Pocos días después, el 4 de agosto, en una tensa reunión del majlis al shura, la dirección se limitó a reconocer la necesidad de “autocrítica” y formó un gabinete para gestionar la crisis. Sin embargo, su composición, afín a Ghanuchi, convenció al sector crítico de que no habría cambios profundos. De hecho, a pesar de la mejora de la situación pandémica en el país, ni tan siquiera se ha fijado una fecha para el XI Congreso. Así las cosas, a finales de septiembre de 2021, un total de 113 dirigentes anunciaron su decisión de abandonar el partido, incluido el exministro de Sanidad, Abdelatif Mekki, el político más popular de Ennahda según algunas encuestas.
Con este acto, el partido islamodemócrata se acercaba al escenario de la primera escisión importante de la historia. “El sector crítico considera que Ennahda está acabada y completamente aislada, incapaz de formar alianzas con el resto de las formaciones políticas para desafiar el proyecto del presidente. De momento, no formarán un partido político porque su prioridad, al liberarse de Ennahdha, es sumarse a las iniciativas ciudadanas o frentes políticos en formación, en defensa de la Constitución de 2014 y la democracia representativa que están en peligro. Ahora bien, están estudiando cómo evoluciona la escena de partidos políticos para encontrar su hueco, y es difícil pensar que figuras de peso como Mekki se retiren de la política”, sostiene la investigadora Rosa Alvárez, especializada en la formación islamista.
En el actual contexto, el futuro de Ennahda, igual que el de la propia transición democrática, es todo un interrogante. Inmediatamente después de su golpe de fuerza, Said gozaba de un apoyo abrumador entre la ciudadanía que algunas encuestas situaban cerca del 90%, si bien en las semanas siguientes se vio erosionado. En todo caso, su popularidad es lo suficientemente elevada como para que se plantee llevar a cabo su proyecto de implantar un nuevo sistema político basado en la democracia directa de base local. No está claro cuál sería el papel de los partidos políticos en el nuevo sistema, pues Said los aborrece. Pero tampoco lo está su capacidad real de impulsar un cambio constitucional de tal dimensión sin un sólido apoyo entre la clase política, la sociedad civil o las cancillerías occidentales.
En el caso concreto de Ennahda, su futuro dependerá sobre todo del resultado del XI Congreso y, especialmente, de cómo aborde una necesaria renovación en los órganos de dirección. Se rumorea que, a sus 80 años, Ghanuchi no solo quiere aferrarse a la presidencia del partido, sino que planea su candidatura para las próximas elecciones presidenciales, previstas para 2024. Su desaforada ambición de poder representa un verdadero obstáculo para las opciones de Ennahda de superar su crisis actual y volver a asumir un papel central en la política tunecina. No en vano, Ghanuchi figura en algunas encuestas como el líder político que inspira menos confianza entre los tunecinos. Nunca antes, ni tan siquiera durante la represiva era Ben Ali, el futuro de Ennahda había sido tan incierto.
Las crisis de Ennahda y el PJD tienen algunos puntos en común, ya que su pérdida de popularidad tiene que ver con el desgaste de una larga acción de gobierno que no ha estado a la altura de las expectativas de la población. Aunque es evidente que ello denota carencias en su capacidad de gestión, no está claro que sea expresión de un defecto intrínseco a su ideología o proyecto político. Pero es evidente que el contexto que aupó a estos partidos al poder, no muy diferentes del que ayudó a los Hermanos Musulmanes en 2011, ha cambiado mucho. Los islamistas ya no encarnan las esperanzas de cambio, sino que en algunos países son vistos como el establishment, también en Turquía.
Dicho esto, no está claro que esta tendencia a la baja sea extrapolable a todos los países de la región –Hamás, por ejemplo, podría ganar las elecciones en Palestina si se celebraran mañana– o que sea interpretada de la misma forma en todas partes y lleve a unos mismos cambios ideológicos. El contexto local de cada país pesa mucho y extraer conclusiones válidas para una región hoy tan diversa es muy osado.