De manera recurrente surgen voces que cuestionan la utilidad y el valor de la diplomacia. ¿Son todavía los diplomáticos necesarios en este nuevo mundo? ¿Vale la pena invertir en la resolución pacífica y dialogada de conflictos? Se trata de preguntas válidas y legítimas, sobre todo en la actual situación geopolítica. Sin embargo, conviene no caer en la fácil y simplista afirmación de que la diplomacia es una herramienta caduca, sin abordar las razones por las que ha prevalecido a lo largo de la historia a pesar de los múltiples obstáculos que se interpusieron en su desarrollo.
Escribo estas líneas, a mi vuelta de Irak, tras comprobar uno de los mayores errores estratégicos de la reciente historia y constatar personalmente las terribles consecuencias de una intervención militar que ha llevado a los herederos de aquella rica y sofisticada Mesopotamia a retroceder décadas en su aspiración de formar parte del concierto de naciones en paz y prosperidad. Es, además, paradójico que, frente a este catastrófico escenario, los historiadores nos recuerden que fue precisamente en esa región de Oriente Próximo donde se localizaron los primeros testimonios originales de acción diplomática. Hace más de 4.000 años en ciudades como Ur y Mari, durante el periodo del Reino de Ebla (hoy Siria) y el Reino de Hamazi (hoy Irán), en la época de los asirios, el trabajo diplomático quedó grabado en unas tablas de piedra con inscripciones cuneiformes que describían los primeros acuerdos de paz, los primeros sistemas de archivos y reglas diplomáticas. En ellas se analizaban las relaciones con los “otros”, los “diferentes”. Se mencionaba a “enviados”, a la necesidad de garantizar el comercio y la protección de cada una de las distintas civilizaciones. En definitiva, se trataba de regular una convivencia con aquellos que no formaban parte de nuestra civilización, cultura o comunidad….