La campaña electoral ha mostrado hasta qué punto EE UU se debate entre dos ideales que han chocado desde el nacimiento de la nación: el individualismo y la creación de una comunidad más igualitaria.
Hemos pasado por una de las peores campañas electorales que se recuerdan. Casi la única novedad, y agradable espectáculo, ha sido la presentación de los dos candidatos por sus respectivas mujeres, ambas hermosas y elocuentes. Parecía como si la elección presidencial dependiera de cuán simpáticos fueran sus maridos; pues de los programas electorales los candidatos prácticamente no dijeron nada. En un sistema parlamentario, aunque la popularidad de los líderes es importante, los partidos tienen que captar al electorado con programas políticos bien definidos, mientras que en el sistema presidencialista de Estados Unidos la personalidad de los candidatos y su actuación en la campaña priman ante todo.
Mitt Romney hizo todo lo posible por evadir la cuestión, pues cuanto más explicaba lo que iba a hacer más odiosa resultaba su candidatura. Al elegir a Paul Ryan como candidato a la vicepresidencia, se volcó hacia la derecha más radical del partido, y cuanto más ha intentado Ryan explicar su proyecto presupuestario, más en evidencia ha quedado que se proponen cortar más del 60 por cien de los programas sociales para salvar la exención fiscal de las clases más pudientes y aumentar los gastos militares.
En cuanto a Barack Obama, su actuación durante la campaña electoral ha sido un fiel reflejo de los primeros cuatro años de su mandato. Sus méritos pasan desapercibidos por la complejidad de las cuestiones afrontadas y por su ingenua fe en su capacidad para engendrar soluciones bipartidistas. Pese a la cerrada oposición de los republicanos, logró estabilizar la crisis financiera mediante las monumentales sumas del salvamento de los bancos y de la industria del…