Como algunos ya saben, desde finales del siglo XIX –por no retroceder más– varias entidades musulmanas han instrumentalizado los preceptos religiosos como palanca de poder blando para defender sus intereses en la escena internacional. Pero la experiencia saudí en este ámbito sigue siendo una de las más originales, sobre todo por su alcance y perdurabilidad. Para comprender mejor este tipo particular de enfoque diplomático y sus orientaciones actuales, es imprescindible volver a sus orígenes, sus instrumentos y sus propósitos.
Una ambición exponencial
Desde la fundación del emirato saudí a mediados del siglo XVIII, sus gobernantes han soñado con difundir a gran escala el wahabismo, una doctrina teológico-política literalista inspirada en el hanbalismo (escuela jurídica co-teológica suní). Sin embargo, estas ambiciones hegemónicas se han quedado en papel mojado por falta de recursos humanos, económicos, técnicos e ideológicos. Las cosas empezaron a cambiar gradualmente durante la primera mitad del siglo XX.
Después de haber creado un reino sobre la mayor parte de la península Arábiga, el rey Abdelaziz (1902-1953) intentó reforzar la posición de la nueva entidad en el ámbito internacional. Estableció, entre otras cosas, el núcleo de una diplomacia religiosa. Esta diplomacia tenía un triple objetivo: restaurar la imagen del wahabismo (ahora presentado como el nuevo avatar de la ortodoxia), dar visibilidad a la identidad árabe y el islam de Arabia Saudí (uno de los pocos países musulmanes formalmente independientes en aquella época) y frustrar los apetitos de algunos vecinos como Egipto. En resumen, la religión se convirtió en un elemento de poder blando en manos del fundador de Arabia Saudí.
Somera y tímida al principio, esta política exterior dio un giro hacia finales de los años cincuenta. Para contener el expansionismo egipcio en nombre del panarabismo, los gobernantes saudíes recurrieron a la religión. Bajo la mirada benevolente de los occidentales y con el apoyo efectivo de los ulemas wahabíes, los reyes Saud (1953-1964) y Faisal (1964-1975) inauguraron una política panislámica.
La política saudí de proselitismo se basa en organismos e instituciones permanentes que enfatizan los valores literalistas y conservadores en los ámbitos religioso, político, económico, educativo y humanitario
Tras el eclipse del panarabismo a raíz de la derrota egipcia en 1967, los Saud aprovecharon una coyuntura favorable (aumento del precio del petróleo, complacencia de las potencias occidentales, debilitamiento de los sistemas autoritarios vecinos, cambios en las sociedades musulmanas, etc.) para consolidar e incrementar sus instrumentos de poder blando con un doble objetivo: contrarrestar las ideologías competidoras y/o enemigas (comunismo, liberalismo, chiismo, islamismo y yihadismo) y consolidar la posición del Reino en la escena internacional.
Hasta principios de la década de 2000, Arabia Saudí se presentaba como el modelo de Estado islámico deseado por generaciones de teóricos y militantes (aplicación de la sharia, apoyo a la yihad, ayuda a los necesitados, etc.). Y ni que decir tiene que una de las obligaciones de este tipo de entidades político-religiosas es, por supuesto, el proselitismo, especialmente fuera de las fronteras estatales modernas. Consagrada en la Ley fundamental de 1992 (artículo 23), la difusión del islam wahabí se ha convertido en uno de los pilares de la diplomacia religiosa de Riad.
Esta política de proselitismo se apoya esencialmente en organismos e instituciones permanentes que destacan los valores literalistas y conservadores en los campos religiosos, político, económico, educativo y humanitario. En consecuencia, van surgiendo gradualmente una miríada de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, en particular la Universidad Islámica de Medina, la Liga Islámica Mundial (LIM), la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), la Asamblea Mundial de la Juventud Musulmana y las Oficinas de Predicación en el Extranjero afiliadas al Ministerio de Asuntos Islámicos.
Para lograr sus objetivos espirituales y temporales, la monarquía usa y abusa de la política de la chequera. Lamentablemente, dada la opacidad del régimen, no podemos tener una idea clara de las sumas comprometidas en este ámbito desde los años sesenta. Según algunos cálculos que hay que manejar con cuidado, el Reino podría haber gastado entre 80.000 y 210.000 millones de dólares para difundir el wahabismo. Solo Estados Unidos y la extinta URSS han podido “hacerlo mejor” en este campo.
Una descompresión continua
La diplomacia religiosa saudí experimentó un desarrollo exponencial durante las décadas de los setenta y ochenta, pero la invasión de Kuwait por parte de Irak en 1990 ralentizó esta dinámica. Gran parte del movimiento islamista se volvió contra Riad en respuesta a la petición de ayuda de las potencias occidentales lideradas por Estados Unidos.
La vacilación de los primeros meses dio paso enseguida a una toma de poder autoritaria. Al reestructurar el espacio religioso local, la monarquía y la clase religiosa dominante intentaron monopolizar las diversas herramientas del poder blando religioso, especialmente la supervisión de la financiación vinculada al proselitismo. Precisamente en este contexto se creó en 1994 el Consejo Superior para Asuntos Islámicos. Este proceso se aceleró tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y los ataques de Al Qaeda en suelo saudí a partir de 2003. El poder político, apoyado por los ulemas wahabíes, adoptó disposiciones ideológicas, legales e institucionales para demostrar que ya no tenía ninguna relación con grupos radicales.
Además de la redefinición de varios conceptos y preceptos teológico-políticos vinculados principalmente a la identidad y la relación con el Otro y la puesta en marcha de diálogos intra e interreligiosos, las autoridades saudíes expresaron su deseo de controlar la financiación de actividades “religiosas” en el extranjero. Aunque el envío de donaciones ahora está sujeto a la aprobación de la Autoridad Monetaria de Arabia Saudí y el Ministerio de Asuntos Exteriores, se han disuelto varias ONG sospechosas de financiar movimientos radicales, como Al Haramam.
Durante los primeros años del tercer milenio, los Saud intentaron blanquear su reputación internacional por medio de una serie de acciones que, sin embargo, casi no tuvieron impacto en la naturaleza del régimen y en su diplomacia religiosa. Los datos disponibles, especialmente las estadísticas oficiales y los telegramas confidenciales revelados por Wikileaks en 2015, prueban que el Reino no solo ha seguido apoyando a un gran número de grupos islamistas, algunos de ellos armados, sino que también ha exportado sus doctrinas y prácticas religiosas a todos los rincones del mundo. Incluso podemos ver una tendencia al alza tras los levantamientos populares de 2011 y el crecimiento de la organización Estado Islámico.
El príncipe Mohamed Bin Salman (MBS), favorecido por circunstancias excepcionales, logró monopolizar el poder entre 2015 y 2017. Para legitimar sus tendencias absolutistas, el nuevo hombre fuerte de Riad recurrió a la retórica “reformista” afirmando, entre otras cosas, que quería romper con doctrinas y prácticas “radicales” y sus agentes para promover un “islam moderado”, cuyos pormenores no especifica.
Paralelamente a una serie de medidas internas (limitación de los poderes represivos de la policía religiosa, concesión del derecho a conducir de las mujeres, apertura de cines o incluso organización de conciertos), el príncipe heredero saudí expresó su deseo de dar una nueva orientación a las herramientas de poder blando religioso. Pretendía hacer de la Liga Islámica Mundial la punta de lanza de esta operación de “refundación”.
Así, MBS nombró al frente de esta organización a dirigentes y ejecutivos abiertos y dóciles, como el secretario general Muhammad Ibn Abd al Karim al Isa (ex ministro de Justicia y miembro del Comité Ulema, el máximo órgano religioso del país), y les impuso un objetivo: convencer a los socios occidentales de que la diplomacia religiosa saudí había roto con las doctrinas y las prácticas conservadoras y radicales. Para predicar las buenas nuevas, los representantes de la LIM construyeron una estrategia basada en dos pilares complementarios. Por una parte, la elaboración de un discurso sencillo y claro que bien puede resumirse en tres consignas-expresiones: lucha contra el radicalismo, promoción del diálogo interreligioso e invitación a las minorías musulmanas a integrarse en las estructuras estatales y sociales de sus respectivos países. Y, por otra parte, la aplicación de estas consignas a través de la organización de encuentros con dignatarios religiosos, personalidades políticas e intelectuales de diferentes sensibilidades, la organización de congresos y foros intra e interreligiosos, la publicación de declaraciones llenas de buenas intenciones y la proliferación de entrevistas. Por ejemplo, la Cumbre de La Meca y la Conferencia de París destacaron por la difusión de la Carta de La Meca y el Memorándum de Entendimiento. Estos documentos muestran la voluntad de los firmantes, a la cabeza de los cuales está Arabia Saudí, de luchar contra el extremismo y el fanatismo, de promover los valores de la convivencia y de defender la libertad de conciencia.
El peso de las estructuras
Si solo tenemos en cuenta las campañas de comunicación y marketing realizadas desde 2016 por Riad y sus socios, podemos decir fácilmente que la diplomacia religiosa saudí ha experimentado cambios considerables. Un examen más detallado de la situación, y desde una perspectiva más amplia, muestra claramente que la realidad sobre el terreno es algo más compleja.
Cabe señalar que, desde principios del siglo XX, las autoridades saudíes se han servido de la retórica de la reforma y la apertura para superar varias crisis internas y/o internacionales (luchas de sucesión, protesta islamista, lucha con el panarabismo, acusaciones de apoyar el terrorismo, etc.) que amenazaban con debilitar al régimen o incluso acabar con él. De hecho, suele ser una táctica de evasión y descompresión temporal y, sobre todo, reversible. Hasta ahora, lo único que ha hecho MBS ha sido retomar, después de actualizarlos, por supuesto, los procedimientos utilizados por su abuelo y sus tíos Faisal (1964-1975) y Abdalá (2005-2015).
Sin embargo, esta retórica de reforma y apertura no es más que el árbol que no deja ver el bosque de dificultades experimentado por la “nueva” diplomacia religiosa saudí para superar una pesada herencia ideológica e institucional. Por ejemplo, varias declaraciones que emanan de organismos controlados por Riad, en particular la Liga Islámica Mundial, condenan o castigan sin sombra de dudas el chiismo, el cristianismo y el ateísmo, mientras que otros hacen esfuerzos para promover la aceptación del Otro. Esta especie de esquizofrenia podría durar si no se cuestionan los cimientos mismos del wahabismo.
De hecho, los responsables saudíes, políticos y religiosos, defienden con uñas y dientes los preceptos predicados por Mohammed ibn Abd al-Wahhab y sus herederos. Es más, se esfuerzan por culpar a los Hermanos Musulmanes y a los yihadistas de cualquier expresión de extremismo en los mundos musulmanes. Ahora bien, sin un reconocimiento crítico de la parte de responsabilidad del wahabismo en la superioridad neotradicionalista que azota a los mundos musulmanes, no será posible ningún cambio de paradigma. Sin embargo, se puede señalar que este proceso, si se emprendiera, tendría una gran complejidad: de hecho, el tejido ideológico no está en absoluto controlado verticalmente por los Saud y sus seguidores. Por el contrario, es el resultado de una red horizontal que involucra a varios actores de diferentes niveles de la sociedad, cuyo control solo podría lograrse a un precio muy alto, y a costa de un enfrentamiento directo y tal vez mortal con los estamentos religiosos. Por lo tanto, es comprensible que esta revisión a fondo no esté en la agenda de MBS y sus colaboradores.
La retórica de la reforma y la apertura esconde las dificultades de la ‘nueva’ diplomacia religiosa saudí para superar una pesada herencia ideológica e institucional
Además de la falta de control del tejido ideológico, la LIM también parece sufrir la falta de un control efectivo de todos los canales de difusión del poder blando religioso saudí. Si bien el buque insignia de la nueva orientación del país está mediatizado en exceso, no es menos cierto que la existencia de muchos otros actores, complementarios o competidores, complica la arquitectura del sector diplomático. Además de los organismos oficiales (los principales son la Universidad Islámica de Medina y las oficinas de predicación en el extranjero), existen decenas de canales de televisión, centenares de sitios web, millares de cuentas de redes sociales, editoriales de revistas, periódicos, fundaciones, asociaciones y madrasas. La red parece tentacular y lejos de estar centralizada, contrariamente a lo que algunas personas piensan o sugieren.
La propia Liga Islámica Mundial tiene dificultades para controlar sus estructuras y agentes de campo, como muestra el ejemplo de la Gran Mezquita de Bruselas. Las autoridades belgas retiraron a la Liga Islámica Mundial su gestión en 2018, tras descubrir que los programas de formación de imanes aún incluían elementos violentos, antisemitas y homófobos. De hecho, la mayoría de las instancias encargadas o autoencargadas de dirigir la diplomacia religiosa saudí apenas han cambiado sus prácticas desde 2016, principalmente porque su campo de intervención no afecta, en lo esencial, a los países occidentales, y a Europa en particular.
Entre 1961 y 2022, se han licenciado por la Universidad Islámica de Medina 51.468 extranjeros. Solo el 1,5% de ellos proceden de países occidentales. Todos los demás son de África y del sudeste asiático. Actualmente, nada menos que 16.150 estudiantes cursan sus estudios en esta universidad, en las mismas proporciones. El Ministerio de Asuntos Islámicos tiene 24 oficinas de predicación en el extranjero: 11 en el sudeste asiático, ocho en África subsahariana, tres en Europa, una en América del Norte y una en Australia. En 2018, por ejemplo, estas oficinas registraron más de dos millones de actividades de proselitismo, el 86% de ellas en África subsahariana y el sudeste asiático. Además, entre 2016 y 2020, 47.093 personas abrazaron el islam directamente gracias a la labor de estas oficinas, el 94,5% de ellas en África subsahariana y en el sudeste asiático. Finalmente, entre 2015 y 2020, los técnicos y ejecutivos de las oficinas de predicación en el extranjero realizaron 62.886 apariciones en los medios, es decir, más de 28 intervenciones al día, principalmente en medios africanos y del sur de Asia.
En vista de las acciones y palabras de los depositarios de la diplomacia religiosa saudí, en particular el anuncio en enero de 2020 de la retirada de la LIM de la gestión de la mezquita de Ginebra, parece claro que la Arabia Saudí de MBS está dispuesta a sacrificar su diplomacia religiosa en Occidente en aras de sus intereses político-religiosos. Riad, por una parte, asegura a sus socios occidentales estratégicos la legitimidad y continuidad del régimen y, por otra, salva la mayor parte de su estructura proselitista, desplegada sobre todo en África y Asia.
Incluso este sacrificio táctico debe ponerse en perspectiva porque solo afecta a centros islámicos muy costosos financiera y políticamente. Los otros instrumentos del poder blando religioso (medios de comunicación, editoriales, redes sociales, sitios web, asociaciones, predicadores, becas, canales satelitales, etc.), menos visibles, pero igual de eficaces, siguen desplegados.
A modo de conclusión
El wahabismo se presenta como una tradición con vocación universal. (Re)unificar las doctrinas y prácticas de la umma antes de ir al asalto del mundo ha sido la máxima ambición de sus representantes desde el siglo XVIII. Gracias a un contexto favorable y al aumento de los ingresos petroleros, este ardiente anhelo se transforma en una verdadera estrategia de proselitismo a mediados del siglo XX. Impulsada por una panoplia de instituciones, actores y mecanismos, esta política pública no solo pretende difundir a gran escala la religión de los «salaf», los ancestros piadosos, sino también servir a los objetivos internos y geopolíticos de la casa reinante, que cambian según las circunstancias. Esta doble vocación de la diplomacia religiosa saudí, que refleja claramente el entrelazamiento de lo temporal y lo espiritual en el islam, obliga a los gobernantes a moderar sus ambiciones reformistas para mantener equilibrios mucho más frágiles de lo que podría pensarse./