El último alpinista
Hace varios años, motivado por algo parecido a la angustia existencial, dediqué un mes a andar el Camino de Santiago. La experiencia fue reparadora, en la medida en que –como la mayoría de personas que lo recorren– hice amigos y encontré momentos de recogimiento en los que reconciliarme con mis entonces atribuladas circunstancias.
También descubrí que la gente echa a andar por toda clase de razones. La más desconcertante: un alberguista que presumía de haber recorrido el Camino Francés –800 kilómetros, más de 30 etapas– en 13 días. Una gesta llamada “calixtina” en honor al Códice que lleva ese nombre, en cuyas páginas un monje francés, Aymeric Picaud, detalla el recorrido de Roncesvalles a Compostela. Picaud tardó 13 días porque viajaba a lomos de un caballo. El alberguista estaba orgulloso de parecerse a su montura.
Una sensación de desolación parecida a la que me produjo aquel encuentro recorre las páginas de La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista, del ensayista y editor asturiano Pablo Batalla Cueto. El autor, todo sea dicho, ha encontrado un némesis más digno que mi peregrino estajanovista. Se trata de Kilian Jornet, el popular runner y speed climber –el montañismo moderno abunda en anglicismos irritantes– que completa los casi 700 kilómetros de la transpirenaica en una semana. Frente al senderismo lento, stendhaliano y reflexivo que defiende Batalla –en la estela de autores como Juan Garbizu y su Slow Mountain–, el atleta de Sabadell opina que “en montaña, cuantas menos emociones manejes, mejor”.
Pocas emociones y aún menos ropa. En 2013, Jornet tuvo que ser rescatado del Mont Blanc porque su equipo de ascenso minimalista –pensado para batir récords antes que para enfrentarse a la montaña– le dejó expuesto ante las ventiscas que se levantan con frecuencia en la cima. “Monto en cólera cada vez que veo que, a pesar de nuestros ruegos, él continúa ascendiendo con zapatillas”, explicaba un guía de montaña y concejal de Chamonix. Cuando las autoridades locales, cansadas de rescatar a runners desprovistos de equipo básico, detallaron una lista de material sin el cual no se permitiría subir al pico más alto de Europa, Jornet respondió publicando una foto desnudo en lo alto del Mont Blanc.
Nos encontramos ante el mejor representante de “un montañismo anhedónico de espantosos hombres útiles (…) súbditos sumisos del reino de la cantidad que ya no escriben crónicas sobre el fulgor trémulo del sol derritiendo la última nieve, sino que compilan registros desoladores de calorías gastadas, pulsaciones por minuto, longitudes de zancada, segundos en movimiento y otros parámetros de la nada”. En Así habló Zaratustra, Nietzsche fustigaba al “último hombre” que, frente a la inmensidad del amor, la creación y las estrellas solo es capaz de parpadear. El último alpinista al que zarandea Batalla ni siquiera contempla el esplendor de las montañas, porque está pendiente de su Fitbit.
Mientras triunfa esta modalidad de alpinismo, los clubes de montaña tradicionales languidecen con cada vez menos afiliados, en una dinámica de anomia social similar a la que describió Peter Mair en su imprescindible Gobernando el vacío. El auge del montañismo cuantitativo e hípercompetitivo también afecta a la naturaleza: Batalla detalla el destrozo medioambiental que causan las competiciones a las que se apuntan miles de runners. El caso de sobreexplotación más reconocido tal vez sea el del techo del mundo. Hoy la cumbre del Everest alberga a largas colas de turistas; sus campamentos están repletos de basura, excrementos y bombonas de oxígeno usadas.
Esta forma de concebir la montaña afecta incluso a lo que comemos. En el capítulo más entretenido del libro, un Batalla epicúreo desgrana los manjares que los alpinistas solían traer a sus expediciones. Cabe preguntarse qué hubiese hecho Geoffrey Winthrop Young (1876-1958), que para combatir el mal de altura prescribía foie gras, codornices trufadas, vino, champán y whisky, sometido a una dieta de Isostar y sobres de glucosa. Si la prosa de Batalla ya de por sí es barroca, en este capítulo se recrea hasta extremos insospechados, alabando “la untuosa turgencia de los chorizos” y “la frágil reciedumbre de las patatas” que acompañaban a unos huevos fritos que se comió en determinada ocasión.
Del subtítulo de este libro se podría inferir que estamos ante un ensayo izquierdista sin concesiones. No exactamente. Batalla escribe como un humanista angustiado por la profanación de un espacio al que atribuye un significado más profundo que la quema de calorías o la publicación de stories en Instagram. Sus reflexiones recuerdan a las de Bruce Chatwin en Los trazos de la canción; también podrían ser las de un conservador chestertoniano, consciente de que nada disuelve los valores trascendentales como el avance desbocado del mercado.
La virtud en la montaña es más que un libro sobre senderismo. Se trata de un ensayo original sobre el tiempo, el trabajo, los mercados y nuestro entorno natural. El texto se apoya en autores como Karl Polanyi, César Rendueles y Almudena Hernando para abordar la historia del montañismo, su relación con movimientos políticos y figuras históricas (la segunda parte del libro es un compendio de “vidas ejemplares” en la montaña) y la propia naturaleza del ser humano.
El resultado es una lectura sui generis, penetrante y divertida. Esperemos que algún día caiga en manos del montañista sin emociones y del alberguista que quiso ser un caballo.