Una reflexión sobre las causas del fallido complot y los factores que han hecho posible el triunfo de la democracia, exige en principio un análisis, aún breve, de los seis años pasados. Ello nos ayudará a comprender mejor qué procesos verificados en la sociedad nos han conducido a ese trágico desenlace.
A mi modo de ver, en un principio la perestroika –mejor dicho, su fórmula conceptual– implicaba dos componentes básicos. Primero, la necesidad objetiva de cambios y el entendimiento de que ya no se podía vivir tal como vivíamos antes. Se diría que esta frase ya es un lugar común, más no por eso deja de reflejar una realidad. Ya en tiempos de Breznev muchos de nosotros veníamos hablando sin eufemismos –al menos en reuniones en privado– de que el país iba cuesta abajo. La tendencia se hizo más clara todavía tras la corta experiencia de Andropov, quien había intentado introducir algunas reformas con métodos autoritarios y con el viejo aparato administrativo. La entronización de Chernenko despejó nuestra conciencia de manera definitiva: hasta qué punto se encontraba podrido el sistema si personajes como él podían llegar al poder.
En marzo de 1985 incluso las fuerzas del pasado ya comprendían que era necesario buscar un compromiso eligiendo a un hombre de otra generación, aunque para el bolchevismo aquello suponía un hueso en la garganta, puesto que su credo siempre ha sido precisamente la ausencia de compromisos.
El segundo componente era meramente emocional. En aquella ocasión a la cúspide dirigente le parecía que la cosa no iría más allá de apasionadas discusiones en torno a las nuevas propuestas. Todos lo gobernantes de este mundo comenzaban por preconizar cambios y acababan gozando con tranquilidad del poder. En este país había terreno abonado para tal fenómeno, porque el poder, gracias al ingenio de Stalin…