El 1 de julio de 2020 se convirtió en una fecha clave para gran parte de la comunidad internacional centrada en la situación de la Palestina histórica. El proceso de paz parecía pender de un hilo: si el gobierno de unidad nacional de Israel decidía anexionarse parte de los territorios bajo ocupación en Cisjordania, no quedaría ya esperanza para la paz en forma de solución de dos Estados. La posibilidad era real: Tel Aviv contaba con el beneplácito de la administración de Donald Trump, plasmado en el Acuerdo del Siglo (Paz para la Prosperidad), según el cual los palestinos deberían reconocer Israel como un Estado judío con la totalidad de Jerusalén como capital; renunciar al derecho de retorno; aceptar la anexión del valle del Jordán y los asentamientos ilegales; y conformarse con bantustanes similares a los que existían en Suráfrica. En el caso de que el ejecutivo encabezado por Benjamin Netanyahu no cumpliera su principal promesa electoral, las cancillerías occidentales podrían seguir aferrándose a lo que desde hace décadas consideran la única realidad viable y deseable: un Estado israelí y otro palestino.
La gran mayoría de activistas palestinos advertían sobre los peligros de la anexión e insistían en la necesidad de tener en cuenta, tanto la dimensión formal de la acción como la situación sobre el terreno, la “realidad de un Estado”, un contexto de apartheid donde bajo una misma y única soberanía israelí, los derechos de cada individuo dependen de su adscripción “etno-nacional” y su lugar de residencia. La anexión, indicaban, siempre ha formado parte, en diferentes formas, del programa sionista: en la derecha se ajusta a los contornos del Gran Israel, que abarca todos los territorios del río Jordán al mar Mediterráneo; en la izquierda es fiel al concepto de “autonomía” del pueblo palestino, autorizado a residir bajo…