Tras la caída de la Unión Soviética en diciembre de 1991, parecía que nada impediría a Rusia y la Unión Europea acercarse, de manera gradual. En la década de los noventa, las expectativas de las partes estaban dominadas por presunciones normativas, y Rusia parecía dispuesta a ajustar sus políticas a los principios básicos del orden liberal. Sin embargo, desde entonces, en Moscú se ha ido afianzando la idea de que la integración de Rusia en el sistema de normas y valores de Occidente no haría que fuera tratada, de manera incondicional, como un igual o, como los rusos prefieren llamarlo, “con respeto”.
Esto explica en gran medida lo que se podría denominar el “tránsito iliberal” de Vladímir Putin: de la adaptación a los principios fundamentales de la democracia liberal, a su imitación paródica primero, a la impugnación de la idea de una política internacional basada en normas después y, por último, la oposición directa a ella. El componente crucial de este giro es la fascinación por la soberanía y la consecuente reinterpretación del poder como una forma de propiedad material y posesión física de recursos tangibles y mensurables, en oposición a la idea de poder como parte de relaciones comunicativas e institucionales. El desprecio de Rusia por las normas tiene su origen precisamente en su desconfianza a que el poder derive de algo inmaterial, como el compromiso con las reglas y los valores, las técnicas de la buena gobernanza o las habilidades comunicativas. La brecha entre las dos filosofías políticas –la normativa (idealista) y la realista (materialista)– es una de las fronteras que marca una línea distintiva ente el liberalismo y el antiliberalismo, y la Rusia de Putin ha contribuido, de manera significativa, a la construcción de esta frontera.
La visión del poder de Putin requiere más libertad de elección…