Sería una broma cruel si no la hubiera lanzado el mismísimo presidente de Estados Unidos. “Vamos a hacernos cargo de la Franja de Gaza, (…) nos ocuparemos de desactivar las peligrosas bombas que no han estallado y de desescombrar el sitio”, dijo Donald Trump el pasado 4 de febrero, antes de sugerir que convertiría el enclave en “la Riviera de Oriente Próximo”. Para ello, planteó reubicar a los palestinos en otros países “con corazones humanitarios”.
¿Despropósito? ¿Ocurrencia? ¿Provocación? La idea de levantar un complejo urbanístico de lujo sobre las ruinas de Gaza desafía una política de décadas de su país, contraviene la legislación internacional e insulta a millones de palestinos que llevan 77 años soñando con un Estado propio. Superado el estupor inicial, toca preguntarse qué pretende Trump con semejante envite y qué consecuencias tiene.
Más allá de que Washington carezca de derecho legal sobre el territorio, no está claro cómo piensa Trump imponer ese dominio. Sus explicaciones sólo han añadido confusión. Tras el sorprendente anuncio (en presencia del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu) escribió en su red social, Truth, que “Israel entregaría Gaza a Estados Unidos al concluir” la guerra. Cinco días después, en el avión presidencial, afirmaba estar “comprometido a comprar y ser dueño de Gaza”, como si fuera un negocio personal, pero dejando la reconstrucción a otros países de la zona. Más tarde, ante el rey Abdalá de Jordania, negó que fuera a comprarla.
Por el camino también ha dado marcha atrás a la posibilidad de desplegar soldados norteamericanos allí y a que los palestinos pudieran vivir, junto a “gente de todo el mundo”, en ese paraíso que aspira a construir. “No, no volverían”, aseguró a la cadena de televisión Fox, porque dispondrán “de viviendas mucho mejores”.
Aunque sus palabras sugieren una deportación apenas encubierta, Trump ha sido muy sibilino en sus alusiones al reasentamiento de los habitantes de Gaza. En todo momento ha evitado decir que haya que obligarles a marcharse o prohibirles regresar, lo que constituiría una limpieza étnica. “La única razón por la que los palestinos quieren volver a Gaza es porque no tienen alternativa”, ha justificado buscando una coartada humanitaria y sin tener en cuenta por qué están en esa situación. La frivolidad de su enfoque niega la identidad palestina de la Franja y el carácter autóctono de su población.
Rechazo inmediato
El rechazo palestino fue inmediato. Sami Abu Zuhri, portavoz de Hamás, tachó el plan de “ridículo y absurdo”. En su opinión, es “una receta para fomentar el caos y la tensión en la zona”. Para el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, “constituye una violación grave de la ley internacional” y ha advertido de que “no habrá paz ni estabilidad en la región” mientras su pueblo no tenga un Estado propio. Es una percepción compartida fuera. “Sólo garantiza un círculo vicioso de violencia para israelíes y palestinos”, escribe en la revista Foreign Policy la exdiplomática estadounidense Hala Rharrit, que dimitió el año pasado por la política de la Administración Biden hacia Palestina.
Gaza, en la Palestina histórica, es una franja de arena de 41 kilómetros de largo por entre 6 y 12 kilómetros de ancho que se extiende entre el suroeste de Israel, el mar Mediterráneo y el Sinaí egipcio. Junto a Cisjordania estaba previsto que constituyera el Estado palestino, pero ambos territorios quedaron separados en 1948 cuando se creó el Estado de Israel y fueron ocupados por los vecinos Jordania y Egipto, respectivamente. Israel se hizo con su control en la Guerra de los Seis Días (1967).
Desde entonces, la legislación internacional lo considera potencia ocupante, algo que el gobierno de ese país disputa en el caso de Gaza porque en 2005 se retiró de forma unitaleral. No obstante, ha seguido manteniendo el control de todos sus accesos terrestres y un estricto bloqueo aéreo y marítimo. En esa cárcel al aire libre vivían hacinadas 2,3 millones de personas hasta que el atentado del 7 de octubre de 2023 desató la actual guerra. Un 10% de ellas han resultado muertas o heridas.
Tiene razón Trump cuando describe la situación actual de Gaza como “un infierno” inhabitable. De acuerdo con la ONU, el 92% de los edificios han sido destruidos o dañados por los bombardeos israelíes; no hay agua corriente, ni electricidad, ni servicios sanitarios. También es cierto que la reconstrucción llevará años y que entre tanto los gazatíes necesitan un lugar para vivir. El problema es asumir que los palestinos, que llevan décadas luchando por un Estado propio, están dispuestos a aceptar esa amputación. Para ellos suena a una segunda Nakba (catástrofe), cuando 700.000 se vieron obligados a huir de sus casas a raíz de la creación del Estado de Israel (tres cuartas partes de los gazatíes son supervivientes o descendientes de aquel éxodo). De hecho, han visto en el combate contra Hamás un pretexto para destruir Gaza y expulsar a sus habitantes, por lo que acusan a ese país de genocidio.
El oscuro plan de Trump
El grandilocuente y oscuro plan de Trump va mucho más allá del que ya lanzó en el último año de su anterior mandato (2016-2020). Propuso entonces la transferencia de un tercio de Cisjordania a Israel, un fondo de reconstrucción de 50.000 millones de dólares para Gaza y establecer la capital palestina en la periferia de Jerusalén Este, pero separada de esta por un muro. Los palestinos, que ni siquiera fueron invitados a debatirlo, lo repudiaron. Trump les cortó la ayuda y cerró su misión diplomática en Washington. Entonces, aún mantenía la fachada de reconocer los dos Estados y no planteaba la expulsión de millones de ellos de sus tierras.
«La indignación se ha extendido por el mundo árabe. Sus dirigentes se han opuesto con firmeza al reasentamiento forzado de los gazatíes»
La indignación se ha extendido por todo el mundo árabe. Sus dirigentes se han opuesto con firmeza al reasentamiento forzado de los gazatíes. Cualesquiera que sean los incentivos, Egipto y Jordania, los dos países señalados por el presidente norteamericano como posibles destinos, ya rehusaron tal posibilidad cuando éste lanzó la idea el pasado enero.
El rey jordano Abdalá, el primer líder árabe en acudir a la Casa Blanca en este segundo mandato de Trump, y el presidente egipcio, Abdelfatah al Sisi (quien según Reuters se niega a viajar a Washington si la agenda incluye ese asunto) defienden que Gaza “debe reconstruirse sin desplazar a los palestinos”. Aunque la ayuda de Estados Unidos a ambos resulta significativa (en el caso jordano equivale al 10% del PIB), saben que acoger a cientos de miles de palestinos no sólo desestabilizaría sus regímenes, sino que les convertiría en cómplices de limpieza étnica.
También se han distanciado de la propuesta las monarquías de la península Arábiga a las que, sin nombrar, Trump se refirió como “vecinos de gran riqueza”, dando a entender que deberían financiar su fantasía inmobiliaria. Con inusual rapidez, Arabia Saudí emitió un comunicado en el que, obviando cualquier referencia al plan, reiteraba que “el Estado palestino no es negociable” y que, sin él, el reino no establecerá relaciones con Israel, objetivo que el presidente norteamericano persiguió sin éxito durante su primer mandato con los Acuerdos de Abraham. También Emiratos Árabes Unidos (EAU), el más relevante de los cuatro países que entonces formalizaron lazos con aquel país, ha insistido en la solución de los dos Estados.
Trump sabía de la opinión árabe
Trump sabía de antemano que Egipto y Jordania se negaban a reasentar a los palestinos y ni siquiera consultó con las petro-monarquías, en teoría aliadas. Tenía que ser consciente de que sin la cooperación árabe todo el proyecto no pasaba de ser un castillo en el aire. Aun así, presentó lo que el diario The New York Times ha descrito como “una de las ideas más desvergonzadas que un líder estadounidense haya lanzado en años”. La crítica se queda corta a la vista del ominoso vídeo que el presidente difundió unas semanas después en el que, con inteligencia artificial, se recrea la “Gaza de Trump”: una especie de Dubái donde él y Netanyahu toman el sol junto a una piscina, mientras el magnate Elon Musk lanza billetes al aire. ¿Es todo tan descabellado como parece o hay alguna lógica detrás?
A la vista de cómo está jugando sus cartas en otros ámbitos (aranceles a sus aliados o devolución de migrantes a diversos países americanos), tal vez sea una táctica de partida para conseguir otro objetivo que le interesa más. La “Riviera de Oriente Próximo” actuaría de trampantojo, como una de esas lonas que las constructoras colocan sobre los edificios mientras los restauran. El resultado no tiene por qué parecerse a la foto.
Algunos analistas interpretan que el negociador inmobiliario que hay dentro de Trump busca apremiar a los árabes para que solucionen sus problemas, sea presionar a Hamás para que claudique, encontrar una salida a la cuestión palestina o normalizar las relaciones con Israel. El golpe de efecto ya les ha movilizado. Al Sisi convocó de inmediato una cumbre extraordinaria de la (inoperante) Liga Árabe.
Antes de su celebración, retrasada hasta principios de marzo, Arabia Saudí reunió en Riad a los líderes de EAU, Qatar, Kuwait, Bahréin, Egipto y Jordania para consensuar una propuesta común. De lo filtrado se desprende un nuevo empaquetado de viejos planes que chocan con los obstáculos de siempre: la negativa de Hamás a desarmarse, el rechazo de Israel a que la Autoridad Palestina tome el control de Gaza, quién va a financiar el enorme coste de desescombro y reconstrucción, o qué países están dispuestos a enviar fuerzas de estabilización.
Lecturas más audaces
Parece un resultado pequeño para el enorme follón que ha montado Trump. De ahí que haya otras lecturas más audaces. Para el investigador americano-libanés Hussein Ibish, la insólita propuesta del inquilino de la Casa Blanca no tiene tanto que ver con Gaza como con Cisjordania. “No va de Estados Unidos haciéndose con Gaza, sino de Israel haciéndose con Cisjordania.
No va de echar a los palestinos de Gaza, sino de echar a los palestinos de partes de Cisjordania”, defiende en un artículo en The Cairo Review. De hecho, en la misma comparecencia en la que sorprendió al mundo con su propuesta para la Franja, el presidente norteamericano dijo que Estados Unidos anunciará su posición respecto a la anexión israelí de Cisjordania “en el plazo de cuatro semanas”. De admitir esa aspiración de la ultraderecha nacionalista israelí, sería una concesión de mucho más calado que las que adoptó durante su primer mandato, cuando dejó de considerar ilegales los asentamientos israelíes en la ocupada Cisjordania, a pesar de que violan el derecho internacional y son uno de los principales obstáculos para la paz.
«Algunos piensan que no va de Estados Unidos haciéndose con Gaza, sino de Israel haciéndose con Cisjordania»
Además, en 2017, reconoció Jerusalén como capital de Israel y trasladó allí la Embajada de Estados Unidos, en contra del consenso internacional que remite a que se resuelva el estatuto de la ciudad disputada por israelíes y palestinos. Dos años más tarde, aceptó la anexión de los Altos del Golán, una región siria que Israel ocupa desde 1967 y que ha ampliado de facto tras la caída del régimen de Bashar al Assad el pasado diciembre.
Otra posibilidad que el desconcertante planteamiento de Trump para Gaza ha suscitado es que se trate de un caramelo para mantener a sus amigos israelíes contentos mientras intenta negociar con Irán.
Durante su comparecencia junto a Netanyahu recordó cómo había sacado a Estados Unidos del pacto nuclear firmado por su antecesor, Barack Obama, y aplicado una política de “máxima presión” contra el régimen de los ayatolás, que ahora ha recuperado.
El presidente norteamericano ha insistido desde entonces en que desea “un acuerdo de paz nuclear verificado” y que está abierto a “hablar con Teherán” a condición de que renuncie “a su programa [atómico] y se deje de tretas”. Esa voluntad negociadora choca con las pretensiones de contar con la ayuda de Estados Unidos para destruir las instalaciones nucleares iraníes del primer ministro israelí, quien volvió a prometer “acabar el trabajo” durante la visita del secretario de Estado Marco Rubio a mediados de febrero. La República Islámica siempre ha negado que quiera dotarse de armas atómicas, pero en los últimos años han aumentado las voces que las defienden como elemento de disuasión.
Son especulaciones. Al salirse del marco habitual de la diplomacia y las relaciones internacionales, carecemos de referencias para evaluar las intenciones de Trump. Los politólogos buscan argumentos en la “teoría del loco” o la estrategia de “inundar la zona”. Algunos se muestran convencidos de que el presidente confunde la política con la telerrealidad. Es posible, pero eso no quita peligro a sus palabras.
El cambio de política de EEUU
De momento, el giro en la política estadounidense en Oriente Próximo no sólo ha trastocado el consenso internacional sobre los dos Estados. Incluso si como parece probable su Riviera no llega a término, ha dejado una marca indeleble en la psique de israelíes y palestinos. El mensaje da alas a los ultranacionalistas judíos que reclaman como propia la tierra que va desde el río Jordán hasta el Mediterráneo y siempre han soñado con expulsar a los palestinos; su gobierno ya ha lanzado un programa al respecto con el eufemismo de “migración voluntaria”.
A los palestinos les está diciendo que el objetivo es acabar con su presencia en Gaza, no sólo aniquilar a Hamás, lo que espolea el apoyo a los más radicales. Todo ello ha terminado el pasado 18 de marzo con el frágil alto el fuego de dos meses de duración entre Israel y Hamás. Los primeros pueden sentirse respaldados para reanudar la guerra; los segundos, azuzados para responder a Trump de forma violenta.
El asunto también tiene ramificaciones directas en la región. Primero, el riesgo de desestabilización en Egipto y Jordania, afectados ya por las tensiones que ha generado. Luego, pone en una situación embarazosa a los países que normalizaron sus relaciones con Israel y, en contra de lo afirmado por Trump, hace más difícil que Arabia Saudí pueda unirse a ellos en un futuro cercano. Al mismo tiempo, alienta a los islamistas que a menudo han usado la causa palestina como ariete frente a Occidente.
Dentro de Estados Unidos, resulta significativo, aunque sea simbólico el cambio de nombre del grupo Arab Americans for Trump (Árabes americanos por Trump) que ha pasado a llamarse Arab Americans for Peace (Árabes americanos por la paz). Su presidente, Bishara Bahbah, ha advertido a Trump de que “el plan para Gaza es un error”. Rharrit, la exdiplomática antes citada, incluso lo ve como “una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos” . En el ámbito global, el atropello que supone actuar sin consideración por las normas (ni las personas afectadas) allana el camino a las ambiciones territoriales de Rusia en Ucrania y de China en Taiwán.
Tal vez acierte el comentarista israelí Zvi Bar’el cuando afirma que “con unas pocas palabras engreídas” Trump ha “vuelto a colocar el conflicto palestino-israelí en el centro del discurso internacional”. Otra cosa muy distinta es que sirva para traer la paz a los palestinos y a la región. Como recordaba en una reciente entrevista con la CNN el príncipe Turki al Faisal, exembajador de Arabia Saudí en Washington y antiguo jefe de los servicios secretos del reino, “el problema de Palestina no son los palestinos, sino la ocupación”.