Alto, fino, austero y con cierto aire de benignidad melancólica, como si fuera un obispo anglicano cansado de este mundo, sir Anthony Meyer ha gozado de muchos de los privilegios que ofrece el establishment británico.
Nieto de un banquero judío de Hamburgo que se vino a Londres para trabajar con los Rothschild, sir Anthony ha tenido una excelente educación; ha sido diplomático y lleva varios años de diputado. Pero no ha salido nunca de esa masa gris de los backbenchers –aquellos diputados que llenan los banquillos de la Cámara de los Comunes sin llegar nunca a ser nombrados ni ministros ni siquiera subsecretarios–, y a sus sesenta y nueve años no es probable que el futuro le reserve una fulgurante carrera política.
No obstante, ha logrado una fama efímera. El día 5 de diciembre, la señora Thatcher tuvo que enfrentarse, por primera vez en catorce años, a su reelección como líder del Partido Conservador. El único candidato que había vencido su timidez habitual, ofreciéndose para el mismo puesto, era precisamente sir Anthony.
Según las cábalas del partido, si los votos negativos o inválidos pasaban de 50, entre los 374 diputados conservadores votantes, eso supondría un importante foco de reticencia en el partido frente al liderazgo de la señora Thatcher y debilitaría su posición no sólo en el país, sino frente a Europa.
Con característico aplomo, la señora Thatcher se fue de la Cámara a su habitual audiencia con la Reina sin esperar siquiera los resultados de una votación que podría, en teoría, haber terminado con su mandato. En realidad, la señora Thatcher obtuvo 314 votos, su contrincante 33; hubo 24 votos nulos y tres no votaron.
Sus seguidores subrayan que obtuvo el apoyo del 85 por 100 de los diputados de su partido, mientras que sus detractores comentan los brotes…