La última intervención militar española de signo verdaderamente mundial tuvo como escenario, sincrónicamente, a Cuba y Filipinas. Los posteriores combates coloniales en África sirvieron, en su sentido profundo, de espacio de entrenamiento al ejército de ocupación de España; fueron parte de su guerra interior, prueba de su inadaptación al mundo industrial.
En efecto, la salida de la escuadra española de la bahía de Santiago de Cuba, el 3 de julio de 1898, casi sin carbón, supuso algo más que una enorme derrota naval: representó una crisis material al confrontarse –es un decir– dos niveles de organización industrial, dos sistemas de acumulación armamentista y dos variables, paralelamente, ideológicas y políticas. Destruida la flota española en Filipinas, la salida a la mar libre de la escuadra española en Cuba significó, sin más, su aniquilación. Lo relevan- te, por lo tanto, no es el orden cronológico de las dos catástrofes, sino la interpretación del mundo que emergía del suicidio de las escuadras, esto es, de la declinación cierta en la capacidad para asimilar la función de la fuerza y el poder organizados según criterios objetivos.
En otras palabras, frente a los informes, repetidos, del almirante Cervera advirtiendo al gobierno de Madrid sobre la desigualdad notoria entre las escuadras norteamericana e hispana; frente al patético esfuerzo del almirante Manterola por revelar que las fuerzas navales españolas en Cuba eran, a su vez, navalmente inutilizables, la opinión pública, el gobierno español y buena parte del ejército –rechazando toda la información técnica– insistieron en que la victoria era predecible, de un lado, por la valentía, por el sentido del honor militar, por el orgullo de ser español y, del otro, por la ineficacia moral del contrario, por su sistema de valores de comerciantes sin patriotismo y por la presencia en los buques de guerra de Estados…