El Sahel se ha convertido en el nuevo escenario de las rivalidades de los países líderes y fuertes del norte de África: Argelia y Marruecos. En tercera posición se sitúa Libia, que todavía no ha terminado de gestionar sus divisiones tribales internas tras la desintegración del régimen de Muamar Gadafi y tampoco ha llegado a consensos nacionales que le permitan centrarse en escenarios externos.
Eso sí, Libia, junto con Argelia, han sido los países que históricamente han ejercido una activa política exterior en el Sahel por razones de proximidad geográfica y por afinidades tribales, en especial con la comunidad tuareg que, como consecuencia del diseño de fronteras que hizo el imperialismo europeo en el siglo XIX, quedó diseminada entre diferentes fronteras sahelianas.
En última posición se sitúa Mauritania que, desde 2014, lidera el mecanismo de seguridad regional para el G5 del Sahel, formado por cinco Estados sahelianos (Malí, Mauritania, Burkina Faso, Níger y Chad). La participación mauritana en la iniciativa del G5 se limita a cuestiones de ubicación geográfica e intereses geopolíticos porque acoge en su capital la sede central de este instrumento de seguridad, pero no existen combates reales de sus efectivos sobre el terreno en la lucha contra el terrorismo yihadista.
La diplomacia política argelina y libia
La cuestión tuareg ha sido central en la agenda argelina y libia porque desde la independencia de Malí en 1959 –país en que se produjeron las primeras insurgencias tuaregs– los dos Estados magrebíes han desempeñado la mediación política para resolver un problema territorial que ha enfrentado a las élites tuaregs y árabes independentistas con la administración central de Malí. La reivindicación secesionista de Malí suscitaba recelos en toda la vecindad por miedo a su propagación. Vínculos históricos, sociales y económicos han unido las poblaciones del norte de Malí con Argelia y Libia, que se han convertido en potencias regionales del diálogo y de discusión. Las repetidas insurgencias armadas tuaregs han implicado a Argel y Trípoli en los procesos de paz. El último acuerdo de paz se alcanzó en 2015 bajo los auspicios del Estado argelino tras el nuevo levantamiento armado de las élites árabes y tuareg en el norte de Malí que, por vez primera en la historia del país, lograron expulsar a los cuerpos y fuerzas de seguridad malienses e imponerse en la región con la colaboración de los grupos armados de naturaleza yihadista.
En la actualidad, la región sigue gobernada por los actores no estatales (los grupos armados secesionistas que protagonizaron la insurgencia de 2012). Y a pesar de las numerosas maniobras ejercidas por ambos países para lograr el diálogo entre el Estado maliense y los grupos insurgentes, nunca se ha llegado a una resolución definitiva del conflicto sino a intervalos de paz. La cuestión tuareg no ha quedado resuelta y es la que más episodios de violencia ha acumulado durante la última mitad del pasado siglo y parte de éste. A los actores regionales clásicos que han intervenido para poner freno a las hostilidades, se les suman nuevos actores de la región del Magreb como Marruecos, cuya implicación en el escenario saheliano se debe al aumento de la radicalización de la violencia de inspiración religiosa. Esta participación novedosa del Estado marroquí se inició cuando grupos armados de naturaleza yihadista protagonizaron junto con los secesionistas la insurgencia de 2012 mediante la que perseguían objetivos de control territorial del norte de Malí y que ha desembocado en una desestabilización de toda la banda sahelo-saheriana.
El norte de Malí ha sido el bastión de las conocidas revueltas tuaregs y árabes desde que se configuró según las fronteras marcadas por el colonialismo europeo. Desde que este país del Sahel logró independizarse de Francia, los nordistas han reclamado al poder central una nueva configuración territorial en donde las élites del Norte (árabes y tuaregs) asuman la gobernanza del territorio. El Estado nunca ha cedido a tal proposición, por lo que el Norte y el Sur se han enfrentado sistemáticamente a conflictos armados que han generado intervalos de guerra e intervalos de paz, pero sin resolver el llamado problema tuareg (la conocida también como región de Azawad no solo está poblada por tuaregs, también por árabes) que, desde los años sesenta reclama una revisión de las fronteras. Una nueva configuración territorial de la población tuareg en Malí implicaba efectos contaminantes en Argelia y Libia, en donde igualmente existe una importante comunidad tuareg que reivindica el reconocimiento de una identidad ligada a la nación.
En este sentido, los Estados argelino y libio han intervenido como mediadores políticos en cada una de las crisis sucedidas en Malí. La diplomacia de ambos países ha sido soft al tratarse de una mediación repetida para apoyar el retorno de la paz al espacio sahelo-sahariano. Sin embargo, un cambio de paradigma podría avecinarse con la reciente suspensión por parte de Francia de las operaciones militares que se estaban llevando a cabo desde 2013 en la región del Sahel en el contexto de lucha contra el terrorismo y un relevo regional podría producirse a manos del ejército argelino. De esta manera, Argelia restauraría su posición hegemónica desde una perspectiva militar y se incorporaría a una inédita política hard.
La revisión constitucional argelina tras el referéndum del 1 de noviembre de 2020 contempla por primera vez en la historia de Argelia la posibilidad de enviar unidades del ejército al exterior. Este giro en la política argelina de actor pasivo a país intervencionista con una participación de efectivos militares no solo en el marco de los combates contra el terrorismo sino también en las misiones de mantenimiento de la paz, ha quedado refrendado en el artículo 91 de la nueva Constitución. Eso sí, la decisión final recae en el jefe de Estado tras el visto bueno de dos tercios de cada cámara del Parlamento.
La diplomacia religiosa de Marruecos
A los países tradicionalmente influyentes en el Sahel, se le suma recientemente Marruecos que se ha atribuido un nuevo rol de mediador “religioso” desde la crisis de Malí en 2012 protagonizada por los insurgentes de naturaleza yihadista y secesionista que han cambiado radicalmente la situación saheliana. El campo de la violencia incorporó por vez primera el referencial religioso en un delicado contexto internacional en donde había reaparecido una estructura de contrapoder asentada sobre interpretaciones religiosas: Daesh. En este sentido, el Sahel se sumaba a una nueva zona de circulación de actores e ideas radicales y violentas que suponía una agresión a la tradición sufí que reinó en la región desde la revelación y propagación del islam hacia el continente africano.
La tradición religiosa y el islam sufí han convivido durante décadas hasta que, a mediados del siglo XX, se incorporó al escenario saheliano una visión rigorista del islam impulsada por nuevos actores adheridos a la doctrina wahabí. Las rivalidades entre las dos corrientes religiosas, el islam suní de rito malíkí frente al islam wahabí supondrán nuevos factores de desestabilización en la región, además de la configuración de grupos armados que reclamaban poder mediante la ideología secesionista o la ideología yihadista.
La deriva de Malí hacia el extremismo violento sobre el referencial religioso ha permitido que Marruecos ejerza por primera vez una política de soft power a través de la legitimidad religiosa encarnada por el rey Mohamed VI. El monarca, a quien se le atribuye el estatus de “comendador de los creyentes”, extendió su modelo religioso moderado hacia el continente africano. Su liderazgo espiritual está asentado en los valores de la escuela jurídica malíkí, el islam tolerante, además de en la riqueza del sufismo suní que conecta directamente con las sociedades africanas donde esta parte mística del islam está bien arraigada. Un extremo que le ha llevado a impulsar esta inédita diplomacia espiritual.
Esta tendencia se ha concretado con la apertura en Rabat de los primeros centros que acogen a cientos de imanes y ulemas africanos con el objetivo de prevenir el extremismo religioso y, por tanto, extender un islam moderado suní por toda África. El Instituto Mohamed VI para la Formación de Predicadores y la Fundación Mohamed VI de ulemas africanos se inscriben dentro del compromiso de Marruecos para forjar una mayor estabilidad y seguridad en la región. Marruecos se consolida en su papel de mediador para luchar contra el radicalismo, al tiempo que es un agente clave en el fenómeno migratorio de la zona.
La lucha contra el radicalismo mediante la formación religiosa responde, no obstante, a las aspiraciones geopolíticas de Marruecos de rivalizar con el principal enemigo, Argelia, quien había ejercido un rol preponderante en la región. La implicación de Rabat en la geopolítica saheliana ha comenzado con la formación de actores religiosos como propulsores o mediadores de la paz, pero también mediante el despliegue de otros instrumentos diplomáticos: la cooperación económica.
La diplomacia económica marroquí
El Sahel aun no ha mostrado su cara más floreciente en términos de recursos naturales y energéticos. Sus múltiples nichos siguen siendo un atractivo para las potencias occidentales –cuenta con oro, las tierras raras y un nivel freático de agua dulce. A pesar de que estos recursos no se encuentran por el momento al alcance de las potencias regionales, éstas no quieren desperdiciar la proximidad geográfica y los vínculos históricos que les une e iniciar una carrera de inversión en la región saheliana. De hecho, en los últimos años, desde que Marruecos regresó a la Unión Africana en 2017, la integración económica del país magrebí en esta parte del continente africano se ha acelerado notablemente. Las exportaciones marroquíes a los países vecinos del Sahel han aumentado un 9% y la inversión extranjera directa un 4,4%. Los países donde Marruecos exporta sus productos incluyen Senegal, Mauritania, Malí, Costa de Marfil y Nigeria, siendo éstos los mayores compradores africanos de productos marroquíes, así como de alimentos, maquinaria y productos químicos.
De hecho, Marruecos es el primer inversor de África occidental y el segundo de todo el continente, solo por detrás de Sudáfrica. Cada día, desde el aeropuerto de Casablanca, un vuelo de la empresa nacional, la Royal Air Maroc, sale con rumbo a uno de los 22 destinos del África subsahariana en los que se invierte en recursos. Varios datos ilustran claramente la estratégica visión de futuro del país magrebí en el Sahel y en África occidental: el banco Atijjari Wafabank se ha convertido en el cuarto más importante en la región. En lo que se refiere a las telecomunicaciones, la compañía Maroc Telecom adquirió el 54% de Mauritel (Mauritania), el 51%de Gabon Telecom en 2007, el 51% de Onatel (Burkina Faso), y el 51% de Sotelma (Malí).
Marruecos quiere convertirse en un país clave en cuanto a inversiones, exportaciones e importaciones. Toda esta movilización hacia África le permitirá incorporarse al club de los países emergentes, un proyecto en el que ya trabaja a través de la industrialización de su economía en sectores como la aeronáutica, la deslocalización, la automoción y las energías renovables. Estas representan un sector prometedor, especialmente la solar en un país como Malí, cuya riqueza energética está garantizada. Esta cooperación Norte-Sur y Sur-Sur puede permitir la transferencia de tecnología y recursos financieros del Norte al Sur. Y este último podría obtener así una garantía energética, en sectores cruciales como la extracción de electricidad y agua.
Si realmente el interés que subyace a estas iniciativas va más allá de una nueva forma de colonización y atraen nuevas perspectivas de enriquecimiento para las empresas privadas, estos proyectos en sectores como las energías renovables, podrían beneficiar a los pueblos del Sahel y también contribuir a solucionar algunas de las enfermedades endémicas de estos países.