Estados Unidos ha cerrado un ciclo de 20 años de guerra contra el terror en Afganistán, pero este conflicto no ha terminado. Se abre ahora otra fase incierta de competición entre las grandes potencias. El vecindario afgano es complejo como pocos. China, Irán, Pakistán y Rusia, contrarios al orden occidental y deseosos de transformarlo, celebran la retirada de EEUU. Pero también temen las consecuencias de la inseguridad que generará la ausencia de quienes, hasta ahora, contenían las fuerzas centrífugas del yihadismo que renueva anclaje en territorio afgano.
En este área geográfica poco cooperativa, cada país intentará, a su manera, llenar el vacío norteamericano. Su vecino inmediato, Pakistán, apenas ha variado su postura a lo largo del tiempo. En la década de los setenta, el dictador militar Zia ul-Haq declaró algo así como que la temperatura en Afganistán debía hervir lo suficiente como para no desbordar la olla. Desde entonces, el establishment pakistaní se ha asegurado de que el mechero que mantiene viva la llama afgana esté en sus manos.
Para Islamabad, lo que ocurra del lado occidental de la frontera, conocida como la Línea Durand, debe estar supervisado por el tándem Islamabad-Rawalpindi. Esta posición en Afganistán viene regida por su cultura estratégica, que considera que ha de mantener a India, su principal rival, alejada de su flanco occidental. Este híbrido de política exterior y de defensa está controlado por los militares y los servicios de inteligencia (la más poderosa es el Inter-Services Intelligence, ISI).
Pakistán y el revisionismo del Sur de Asia
En 1947, Afganistán no reconoció la entrada de Pakistán en la ONU basándose en reclamaciones territoriales, que comprenden las áreas de mayoría pastún y Baluchistán, territorio dividido entre ambos e Irán. Pakistán anexionó en 1948 los principados que forman su provincia baluchí, arrebatándole a Kabul la posibilidad de tener una franja de costa en el mar Índico. Durante décadas, Kabul respaldó diversos grupos insurgentes baluchíes.
En la otra región en disputa, el gobierno afgano promovió la creación de un gran Pastunistán, que incluía los territorios de las zonas tribales y la provincia fronteriza del noroeste (lo que hoy es Khyber Pakhtunkhwa). Para contrarrestar estos dos nacionalismos étnicos, Pakistán recurrió al fomento del islamismo como fuerza unificadora. En 1971, el ascenso del nacionalismo bengalí separó al único Estado del mundo que nació por y para el islam. Desde entonces, el objetivo prioritario del gobierno pakistaní ha sido evitar mayores divisiones.
Bajo esta premisa, el papel de Pakistán en el respaldo a los talibanes es conocido. No solo albergó al liderazgo, sino que, más recientemente, el establishment ha ayudado a reconfigurarlo, a definir su nuevo papel y proveer ayuda militar y diplomática. Esta ayuda fue clave para la supervivencia talibán tras octubre de 2001 y, en la actualidad, para su regreso a Kabul. Pakistán ha sido fundamental en el proceso de las negociaciones de EEUU con los talibanes, tanto por su influencia en el movimiento, como por su necesidad de controlarlo. En 2010, el gobierno pakistaní encarceló al mulá Baradar, entre otras razones por contactar a sus espaldas con el presidente afgano Hamid Karzai, para llegar a una posible reconciliación. Baradar, primer ministro en funciones, estuvo en prisión hasta 2018, cuando fue liberado para poner en marcha el proceso de paz como líder de la oficina política en Doha. La petición de liberación provino del enviado especial norteamericano para Afganistán, Zalmay Jalilzad.
Los regímenes de Zia ul-Haq (1977-1988) y Pervez Musharraf (1999-2008) estuvieron condicionados por su relación con Washington. Zia, marcado por la guerra fría, gestionó durante la época de los muyahidines un flujo ingente de dólares y armamento para vencer a los soviéticos en Afganistán. Musharraf, en el inicio de la guerra contra el terror, puso a Pakistán en el frente contra los talibanes y Al Qaeda. Ahora, con un régimen híbrido, formado por Imran Khan, primer ministro figurante, y los militares gobernando, Pakistán vuelve a estar en primera línea de otro enfrentamiento global: el que pretende frenar el ascenso de China, su mejor aliado.
A Pakistán le conviene que EEUU siga dependiendo de su espacio aéreo y rutas terrestres para operaciones de contraterrorismo en Afganistán. Esta logística, junto a la amenaza nuclear y terrorista, han sido la base para convencer a Washington de que debe seguir atendiendo las demandas de Islamabad. Después de tantos años de alianza, la hostilidad entre ambos es enorme. Queda bien reflejado en un tuit de Donald Trump en el que les llamaba mentirosos e impostores, o en las declaraciones de Hamid Gul, ex director del ISI, en la televisión nacional en las que se jactaba de que Pakistán había conseguido vencer a “América con la ayuda de América”. El mismo Imran Khan celebró la victoria talibán en agosto de 2021 afirmando que habían “roto las cadenas de la esclavitud”.
Mientras los militares estén al frente, la cultura estratégica será la misma. El yihadismo seguirá siendo el elemento con el que se tejerán alianzas con agentes no estatales instrumentales para su política exterior. Pocos países como Pakistán claman por el reconocimiento de los talibanes. La Red Haqqani es uno de sus grupos afines. Islamabad se congratula de que Sirajuddin Haqqani haya sido nombrado ministro del Interior del régimen actual. Su Red, experta en ataques suicidas, les homenajeó recientemente en un evento organizado por su ministerio.
Dimensión regional: el realismo coordinado
A partir del anuncio de la retirada progresiva de tropas de la OTAN en 2011, EEUU abogó por una mayor implicación de los países de la región. Tras el cambio de misión internacional en 2014, desde que las administraciones de Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden anunciaran sendas fechas de retirada definitiva de Afganistán, Irán, China, Rusia y Pakistán, más las cinco repúblicas centroasiáticas en mayor o menor medida, empezaron a organizarse ante la perspectiva de inestabilidad.
El Sur y el centro de Asia son dos de las regiones con menos mecanismos de cooperación y peor conectadas del mundo. Las políticas hacia Afganistán están condicionadas por la desconfianza y la competición. Pakistán lo interpreta desde el prisma de su hostilidad hacia India. Irán, a través de su enfrentamiento con EEUU. India, en función de su rivalidad con China. Esta última y Rusia adoptan diferentes papeles en su antagonismo con EEUU. Pero hay más factores en esta ecuación.
Todos ellos comparten su alarma ante la inestabilidad en ciernes. No en vano, la última cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) en Dusambé (Tayikistán, septiembre 2021), se centró en la situación en Afganistán. China, India, Kazajstán, Kirguistán, Pakistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán, con la reciente adhesión de Irán como miembro pleno, reflejan la ascendencia de la organización, marcada, eso sí, por una agenda sinocéntrica.
Los países de la región se están organizando bajo lo que parece un realismo coordinado. India, Rusia e Irán, que apoyaron diversas milicias de la Alianza del Norte durante la guerra civil afgana en los años noventa, han decidido no polarizar más el panorama étnico y no apoyar a la llamada “resistencia” del Panshir. Sus dirigentes, especialmente rusos e iraníes, han adoptado una postura, según ellos, más “pragmática” hacia los talibanes. Un reconocimiento tácito de que son una realidad ineludible. Igualmente, muestra la voluntad de no cometer los mismos errores del pasado y, así, no cerrarse ninguna puerta.
Los países de la OCS rechazan los tres males del terrorismo, extremismo y separatismo. Al igual que China y Rusia, Irán está satisfecho con la marcha de EEUU y se jacta de lo que define como una derrota. Teherán ha proyectado su influencia sobre actores afganos cercanos a su órbita con el objetivo de equilibrar el poder que ejercía no solo EEUU, sino también actores regionales como Pakistán, y enemigos, como Arabia Saudí.
Estado Islámico del Jorasán (ISKP) y otros grupos de confesión suní en la provincia del Sistán-Baluchistán suponen un reto de seguridad. El gobierno de Teherán considera que, tras ellos, está la mano saudí, que intenta atacarle en su flanco oriental como represalia por su apoyo a actores no estatales en Siria o Yemen. Igualmente, Irán estima que EEUU, Arabia Saudí y Pakistán actúan de spoilers para frenar su proyección en Asia Meridional y sus pretensiones de expansión hacia Asia Central.
La relación de Irán con los talibanes sigue sin ser positiva. El peor momento fue en 1998, cuando asediaron el consulado en Mazar-e Sharif y asesinaron a ocho diplomáticos iraníes. Teherán concentró a unos 80.000 soldados en la frontera bajo amenaza de intervención. Hasta 2010, el gobierno iraní se mostraba reacio a que hubiera negociaciones entre el gobierno afgano y los talibanes, especialmente tras el asesinato de uno de sus aliados tradicionales, Burhanuddin Rabbani, que había sido nombrado director del Consejo Superior para la Paz por Hamid Karzai. En septiembre de 2011, Rabbani fue asesinado en un atentado suicida atribuido a un comandante talibán.
Teherán proyecta su poder e influencia en Afganistán a través del legado persa y chií, confesión a la que pertenece la comunidad hazara. A partir de 2007, Irán empezó a acercarse a algunos talibanes, aun cuando eran conscientes de que el ala dura no le tenía ninguna simpatía. Por eso, buscó entre ellos quienes estuvieran dispuestos a aceptar sus condiciones. Uno de los fundadores del ala política talibán, Muhammad Tayyab Agha, fue la persona de contacto de los talibanes con Teherán.
Tras los atentados de ISIS en julio de 2017, Irán se planteó adoptar una postura más proactiva en Afganistán. El nuevo general de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica (IRGC) y comandante de las Fuerzas Quds, Esmail Qaani, conoce el terreno. En el pasado, tuvo un papel importante en el reclutamiento de afganos en la guerra de Irán-Irak y en el frente anti-talibán. Qaani conoce la frontera con Afganistán, donde ha trabajado en la lucha antinarcóticos y contraterrorista. Sin embargo, delegar en grupos no estatales de la misma manera que en Siria, podría exacerbar más la securitización de las identidades sectarias en el vecindario oriental, incrementando la inseguridad.
La minoría hazara está doblemente castigada por los talibanes y por Estado Islámico del Jorasán (ISKP). Hay pruebas de que están siendo expulsados de sus tierras como castigo por su papel en la anterior administración y por ser chiíes. Human Rights Watch considera que los atentados contra ellos pueden ser calificados como crímenes contra la humanidad.
Este factor es un elemento de constante enfrentamiento entre Teherán y Kabul. El líder supremo, Alí Jamenei, declaró: “tendremos con los talibanes la relación que ellos tengan con nosotros”. A juzgar por el gobierno talibán no inclusivo y el trato a las minorías afines, se puede entrever una relación hostil con Teherán.
India ha actuado como donante y ha desarrollado diversas infraestructuras. La construcción del Parlamento afgano fue una de sus más firmes muestras de apoyo al régimen surgido en 2001. Delhi ha proyectado no solo poder blando sino una diplomacia orientada a ganarse el apoyo de los afganos. Asimismo, India ha seguido siendo destino del entrenamiento de las fuerzas de seguridad afganas. Para Delhi, al igual que el anterior gobierno afgano, la victoria talibán es una invasión pakistaní con cara afgana.
Dada la hostilidad mutua, India precisa evitar a Pakistán. Irán es su alternativa para acceder a Afganistán, Asia Central y Rusia. Del mismo modo, necesita mantener buenas relaciones con Oriente Medio, que define como Asia Occidental. Por una parte, el objetivo de Delhi es reducir la influencia de Pakistán y su propaganda, que le presenta como un Estado antimusulmán. Al igual que China, India depende de la energía de esta región para mantener su crecimiento económico. Sus principales proveedores son miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) e Irán, de los que procede más del 75% de su energía. En el CCG tiene, además, millones de trabajadores que son fundamentales para la entrada de capital extranjero en forma de remesas.
En la década de los noventa, India se embarcó en la construcción del puerto de Chabahar (Irán). Al igual que el puerto pakistaní de Gwadar, Chabahar está en la costa baluchí de Makrán, a orillas del océano Índico. La presión de Washington sobre Delhi acrecienta la competitividad con China y añade más tensión a unas relaciones complicadas entre los dos grandes de Asia. India intenta mantener una ventaja estratégica en el Índico, donde tiene que equilibrar su vínculo con EEUU, Irán y Rusia, y no provocar reacciones adversas de China. Para EEUU, India ha sido tradicionalmente el frente para contrarrestar el ascenso de China.
Que EEUU desdeñe el peligro que representan la rama de Al Qaeda en el subcontinente indio (AQIS) y la plétora de grupos insurgentes bajo la órbita de Pakistán, para India es casi insultante. La relación del ISKP con grupos pakistaníes como el Lashkar-e Taiba o el Jaish-e Mohammed, deseosos de atacar al gobierno de Delhi, es una constante preocupación. Para Pakistán, estos grupos son instrumentales para internacionalizar el conflicto de Cachemira y forzar un referéndum sobre el estatus de esta región. En este frente, tanto Pakistán como China pueden presionar a India a lo largo de su larga frontera.
La política de China en Afganistán está directamente relacionada con la seguridad en la provincia de Sinkiang, región clave para su Belt and Road Initiative. Pekín cree que el desarrollo y la riqueza alejarán a los uigures del islamismo y del terrorismo. Esta es la base de su acercamiento a los talibanes. A pesar de la foto del ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, con el liderazgo talibán en Tianjin de julio 2021, que China esté dispuesta a aceptar el gobierno talibán no quiere decir que acepte su naturaleza. La postura de Pekín está clara: desarrollo e infraestructuras a cambio del control de la insurgencia uigur.
El win-win o todos ganan es un concepto de difícil encaje en una región en la que los conflictos se perciben como un juego de suma cero. Pekín solo invertirá en Afganistán si mejora la seguridad y el resto de los países reman a favor. Este es, aunque en menor grado, el mismo dilema al que se enfrenta en Pakistán, de quien espera ayuda para contrarrestar el auge de India y acceder al Índico. Con todo, los trabajadores chinos implicados en el desarrollo del Corredor Económico Pakistán-China han sido atacados en repetidas ocasiones por grupos insurgentes baluchíes y el Movimiento Talibán de Pakistán (Tehrik-e Taliban Pakistan, TTP).
En abril de 2021, el TTP atacó con un coche bomba el hotel en el que se hospedaba el embajador chino en la ciudad de Quetta, la capital de Baluchistán. Pekín, sin duda, toma buena nota de lo que le puede esperar en Afganistán, un país mucho menos estable. Confiar en que los talibanes afganos puedan cumplir su promesa de mantener a raya a los miembros del Movimiento Islámico del Turkestán Este en su territorio parece una expectativa irreal.
En la última cumbre del G-20, Wang Yi, una vez más, demandaba a los talibanes que no permitieran que su territorio fuera utilizado para la comisión de atentados y que nombraran un gobierno inclusivo. A cambio, ofrecía reclamar apoyo humanitario y el levantamiento de sanciones. A juzgar por la reacción talibán, Pekín parece ser otro vecino contrariado.
Rusia ha esperado el fracaso de EEUU y la OTAN en Afganistán. Moscú, al igual que Teherán, apoyó en los últimos años a grupos talibanes con el objetivo de mantener a los norteamericanos inmersos en el conflicto. Pero, a pesar de lo irritante de que estuvieran en el vecindario, también se benefició de la labor de las tropas internacionales frenando la inseguridad. Ahora, tanto Moscú como las repúblicas centroasiáticas, se encuentran con un foco de inestabilidad a las puertas.
Los dos principales factores con los que el Kremlin justifica su interés en Afganistán tienen que ver con el ascenso del ISKP (frenar atentados y la expansión de ideología yihadista) y la criminalidad asociada a los narcóticos (que ayudan a financiar el yihadismo y suponen un problema de salud y orden públicos). Estas son amenazas que comparte con los países con los que Afganistán tiene frontera: Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Rusia tiene bases militares en Tayikistán y Kirguistán, miembros de la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva (OTSC) que lidera Moscú. Es poco probable que Moscú intente llenar la ausencia de EEUU de la misma forma que hizo en Siria, especialmente dada su experiencia anterior. Previsiblemente, se implicará de forma indirecta. Para ello, hará uso de su proximidad con las repúblicas de Asia Central, de las que necesitará que hagan de barrera protectora.
Al igual que China, el Kremlin presionará a la comunidad internacional para que reconozca a los talibanes. La postura rusa, como en Siria, es que hay que trabajar con lo que se tiene en cada país, no con lo que se quiere tener. Así, para ellos, el arte de gobernar consiste en admitir la realidad talibán en Afganistán e impedir males mayores. Moscú debe equilibrar la influencia económica de China en las repúblicas centroasiáticas y también la creciente implicación militar. Especialmente, en Tayikistán, donde Pekín está reforzando su base.
Otro país con el que mantener equilibrios es India, donde un mayor acercamiento a EEUU puede ser una mala noticia. En general, la región entiende que el problema de la seguridad en Afganistán no está aislado del resto de cuestiones políticas, económicas y sociales. Intentar imponer la paz de los cementerios de la mano talibán no funcionará. Mientras la región solo vea en Afganistán sus propios intereses, no habrá solución posible. La crisis humanitaria, de excepcional proporción, insta a un esfuerzo colectivo de coordinación que frene que los afganos, y especialmente las afganas, continúen pagando la factura más alta de todas.