En diciembre de 1991, cuando la Unión Soviética se desmoronaba, pedí a mis alumnos del curso sobre “La URSS en crisis: la cuestión de la nacionalidad” que jugaran a un pequeño juego. Su premisa básica era que, a partir de diciembre de 1991, todos los ciudadanos soviéticos tenían derecho a trasladarse a donde quisieran en su propia república o a cualquier otra república soviética; una oportunidad que se perdería una vez que las repúblicas se convirtieran en Estados independientes. Se pedía a los alumnos que eligieran en qué región o república les gustaría establecerse: en otras palabras, en qué Estados sucesores de la URSS les iría mejor en la década o dos siguientes. Las opciones más populares fueron dos regiones de la Federación Rusa: el enclave de Kaliningrado –una parte de Prusia Oriental en torno a la ciudad de Königsberg incautada por el Ejército Rojo en 1945–, ya que se consideraba un puente natural para la integración política y económica de la nueva Rusia en Europa, y la región del lejano oriente en torno a Vladivostok, de la que se esperaba que cumpliera la misma función con respecto a la floreciente cuenca del Pacífico. Otros eligieron Ucrania, para la que los expertos del Deutsche Bank habían predicho el futuro económico más brillante de cualquier república soviética.
Treinta años después, las esperanzas y expectativas de mis alumnos y de la mayoría de los expertos y pronosticadores no se han materializado. Las regiones que supuestamente tenían más posibilidades de éxito se encuentran ahora entre las peores en cuanto a resultados económicos y nivel de vida. Al evaluar el potencial económico del espacio postsoviético, no solo mis alumnos, sino también los profesores y expertos demostraron estar equivocados sobre las perspectivas de desarrollo democrático en los Estados sucesores. Francis Fukuyama, en particular, aclamó el final de la guerra fría y el colapso soviético como “el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.
El futuro parecía brillante, y sea cual sea la opinión que se tenga sobre el pronóstico de Fukuyama, la desintegración de la Unión Soviética se percibía como un acontecimiento discreto, que parecía haber tenido lugar milagrosamente, casi de la noche a la mañana; un punto de inflexión en algún proceso, pero no un proceso en sí mismo. “Me resulta difícil pensar en un acontecimiento más extraño y sorprendente, y a primera vista más inexplicable, que la repentina y total desintegración y desaparición de la escena internacional (…) de la gran potencia conocida sucesivamente como el Imperio Ruso y la Unión Soviética”, escribió el decano de la sovietología estadounidense, George F. Kennan, en 1995.
Mirando hacia atrás, vemos que 1991 no marcó el final de la historia ni como evolución ideológica de la humanidad ni como disciplina que ha documentado la larga y dolorosa desintegración de la mayoría de los imperios del mundo. Lo que vemos hoy día en el espacio postsoviético es el proceso continuo de desintegración de la URSS, con esfuerzos para establecer esferas de influencia, disputas fronterizas y guerras abiertas. También asistimos al regreso de Rusia a la escena internacional, ya que intenta desempeñar un papel no solo regional, sino también mundial, similar al que llevaron a cabo el Imperio Ruso y la URSS.
La desintegración no ha terminado
Desaparecida la euforia de principios de la década de los noventa, podemos hacer ahora una evaluación más sobria de la desintegración de la Unión Soviética y de las razones que la motivaron. También podemos definir la dirección en la que sigue desarrollándose ese proceso y, quizá, hacer mejores predicciones sobre su futuro. Una cosa es de inmediato obvia: el espacio postsoviético se ha desintegrado en más de una docena de políticas más pequeñas, que se mueven al ritmo de sus propios tambores, a menudo en direcciones diferentes. La historia, en particular la presoviética, ha desempeñado un papel importante en la definición de la evolución postsoviética de la región.
La caída de la URSS comenzó en las adiciones más recientes a su territorio: los territorios anexionados en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, primero a raíz del pacto Ribbentrop-Molotov y luego reconquistadas a la Alemania nazi en 1944-45 como resultado de los acuerdos de Yalta. En la vanguardia de la movilización contra el centro soviético estaban los Estados bálticos, sobre todo Estonia y Lituania. Estonia fue la primera república soviética en declarar su soberanía, lo que significaba que sus leyes tenían prioridad sobre las de la URSS. Lituania, por su parte, fue la primera república en declararse completamente independiente. Lo hizo en marzo de 1990 en la primera sesión del Parlamento lituano libremente elegido. Incluso el Partido Comunista de Lituania abandonó la URSS, declarando su secesión del Partido Comunista de la Unión Soviética. El liderazgo pasó a los representantes de una élite alternativa de intelectuales y tecnócratas, de forma similar al proceso que se produjo en Europa del Este unos años después.
El impulso báltico para recuperar la independencia perdida en las llamas de la Segunda Guerra Mundial tuvo un efecto dominó en toda la URSS. Para hacer frente a los “Frentes Populares” bálticos –organizaciones proindependentistas que enviaron a cientos de miles de personas a las calles para lograr su objetivo–, Moscú y las élites locales del partido organizaron “Frentes Internacionales” que trataron de movilizar a las minorías rusas y rusoparlantes de las repúblicas.
«Aunque Yeltsin dejó el Partido Comunista y suspendió sus actividades, las nuevas élites rusas nunca rompieron con el pasado comunista, al contrario que las élites bálticas»
La movilización rusa en las zonas fronterizas occidentales pronto se extendió a la propia Rusia. El planteamiento de “Rusia primero” unió a nacionalistas y demócratas rusos, impulsando al antiguo protegido de Mijaíl Gorbachov y luego su enemigo jurado, Boris Yeltsin, a la posición primero de jefe del Parlamento ruso y luego a la de presidente. La victoria de Yeltsin fue el resultado de varias movilizaciones, primero de los nacionalistas y luego de los activistas democráticos en las principales ciudades. Por último, hubo un respaldo de los trabajadores recién organizados que se declararon en huelga por las condiciones económicas, esperando que las autoridades rusas les ayudaran donde los funcionarios de la URSS habían fracasado.
En junio de 1991, Moscú tenía dos presidentes, uno de Rusia y otro de la URSS. Pero en Rusia, a diferencia de las repúblicas bálticas, la oposición al centro estaba dirigida por un antiguo jefe de partido, no por un intelectual, como ocurrió en Lituania, donde el antiguo profesor de música Vytautas Landsbergis desempeñó más o menos el mismo papel que Yeltsin. Aunque Yeltsin abandonó públicamente el Partido Comunista y luego suspendió sus actividades, la nueva élite rusa nunca rompió de manera limpia con el pasado comunista, como hicieron sus homólogos en los países bálticos. Esa fue una diferencia importante.
La movilización en Ucrania, la segunda república soviética después de Rusia por tamaño de población y economía, combinó elementos de las movilizaciones bálticas y rusas. En las partes de Ucrania occidental anexionadas por la URSS sobre la base del pacto Molotov-Ribbentrop, siguió el modelo báltico, centrándose en cuestiones de historia, lengua, cultura y soberanía nacional. La declaración de independencia de Ucrania después del fallido golpe de Estado de agosto de 1991 en Moscú se produjo no solo como resultado de la alianza entre nacionalistas, demócratas y trabajadores en huelga en la región del Donbás, sino también gracias al apoyo del aparato del partido, que se había visto amenazado por la suspensión de la actividad del Partido Comunista por parte de Yeltsin.
El 1 de diciembre de 1991, los ucranianos asestaron el golpe definitivo a la URSS al votar de manera abrumada por la independencia. Los países bálticos ya habían desaparecido, al igual que Moldavia y buena parte del Cáucaso. Pero los bielorrusos y los centroasiáticos, que contaban con un suministro continuo de gas y petróleo subvencionado por Rusia, no tenían prisa por marcharse. Incluso Kazajstán, rico en recursos, dudaba sobre la independencia, en parte debido a su gran población rusa y eslava. Sin embargo, la decisión rusa de reconocer la independencia de Ucrania y no soportar la carga económica de la Unión sin los importantes recursos humanos y económicos de Ucrania supuso el fin de la URSS. Los bielorrusos y los centroasiáticos también tuvieron que marcharse, voluntariamente o no.
El 25 de diciembre de 1991, Gorbachov anunció su dimisión como presidente cuando la Unión Soviética ya había dejado de existir como entidad jurídica, al haber sido disuelta formalmente por los líderes de las repúblicas que la integraban. Aquello resultó ser el principio del proceso de desintegración, no su final.
La democracia no llegó a todas partes
La caída de la URSS, lejos de ser un triunfo de la democracia, como se imaginaba en 1991, fue una victoria de los nacionalistas, los demócratas y los apparatchiks de los partidos, con papeles e ideologías diferentes de una república a otra. En algunos casos, fueron los elementos más conservadores de la élite soviética quienes se consolidaron el poder.
Los distintos caminos hacia la independencia que tomaron las diferentes repúblicas no podían sino influir en la trayectoria postsoviética de los Estados ahora formalmente independientes. Con la notable excepción de los países de Asia Central, comenzaron por democratizar su vida política y sus instituciones en un grado significativo, pero no todos fueron capaces de mantener o mejorar ese nivel de democracia a lo largo de los tumultuosos años de la transición postsoviética. De hecho, la mayoría de ellos no lo consiguió. La democracia solo tuvo pleno éxito en los Estados bálticos, donde resultó ser más duradera y resistente a las presiones autoritarias que incluso en los países del antiguo bloque comunista de Europa del Este, en especial en Hungría y Polonia. La democracia en forma de elecciones competitivas sobrevivió en Ucrania, Moldavia, Georgia, Armenia y, hasta cierto punto, en Kirguistán, una excepción entre los Estados de Asia Central en este sentido. Nunca despegó en el resto de Asia Central, incluidos Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán.
En Bielorrusia, la caída en el autoritarismo comenzó a mediados de la década de los noventa tras la elección de Aleksandr Lukashenko como presidente. Su régimen se convirtió prácticamente en una dictadura en 2020, cuando utilizó la violencia sin límites contra los manifestantes pacíficos que protestaban por el fraude electoral generalizado que el gobierno había cometido para mantener a Lukashenko en el cargo.
En Rusia, faro de la democracia para las repúblicas más conservadoras a finales de los ochenta y principios de los noventa, el autoritarismo empezó a cobrar fuerza tras el fallido golpe de Estado de 1993 contra Yeltsin. El presidente ruso ordenó a sus militares aplastar el golpe con tanques y reescribió la Constitución rusa para reforzar sus poderes. Al llegar al Kremlin como presidente en 2000, Vladímir Putin hizo pleno uso de esos poderes. En 2021, después de haber sido primer ministro en dos ocasiones y de cumplir ya su tercer mandato como presidente, Putin volvió a reescribir la Constitución, permitiéndose dos mandatos presidenciales más, cada uno de ellos ampliado de los cinco años originales a siete.
«La fuerte regulación y manipulación estatal, acompañadas de la corrupción, se convirtieron en características permanentes en la vida económica de la región»
Numerosos índices de desarrollo democrático sitúan invariablemente a los tres Estados bálticos muy por delante de los demás países postsoviéticos. El Índice de Transformación de Bertelsmann los divide en tres categorías. A Ucrania, con una puntuación de 6,81, le siguen Armenia, Georgia, Kirguistán y Moldavia en el campo de las llamadas “democracias limitadas”. Rusia, con una puntuación de 5,3, lidera el grupo de “democracias muy limitadas”. Le siguen Kazajstán, Bielorrusia, Azerbaiyán y Uzbekistán. En la parte inferior están Tayikistán y Turkmenistán, con puntuaciones respectivas de 3,32 y 2,71. Este es el campo de las “democracias fallidas”.
En contra de lo que se esperaba en 1991, la democracia liberal no logró abarcar la mayor parte de la antigua URSS, y la mayoría de los Estados postsoviéticos, incluida Rusia, están ahora en la senda del autoritarismo, no de la democracia.
La historia pareció llegar a su fin en 1991 en un aspecto: el abandono de la propiedad estatal monopolística y de la planificación en cada nuevo sistema político, así como la adopción en distinto grado de los principios de la propiedad privada, la libre empresa y la economía de mercado. Por desgracia, el Estado de Derecho no se convirtió en general en el principio definitorio de la vida política, social y económica. La fuerte regulación y manipulación estatal, acompañada de la corrupción, se convirtieron en las características siempre presentes de la vida económica de la región. Una vez más, los Estados bálticos son la única excepción. Ahí, la democracia y el Estado de Derecho van de la mano con el mayor PIB per cápita del espacio postsoviético (en 2020, Estonia estaba a la cabeza, con 23.000 dólares anuales).
Allí donde la democracia no va acompañada del Estado de Derecho, la transformación económica de los últimos 30 años ha dado resultados menos que modestos. Ucrania, con el mayor nivel de desarrollo democrático, se encuentra cerca del final de la lista de países postsoviéticos, con un PIB per cápita de apenas 3.500 dólares. Lo mismo ocurre, en diferentes grados, con otros países del grupo de “democracias limitadas”: Georgia, Moldavia y Armenia, cuyo PIB per cápita en 2020 era inferior a 4.500 dólares. Todos estos países se ven además perjudicados por conflictos militares congelados o en curso. Las fuerzas rusas permanecen en Transnistria, Armenia tiene un conflicto congelado con Azerbaiyán, Georgia fue invadida por Rusia en 2008, y Ucrania está en su octavo año de lucha contra la invasión rusa del Donbás.
Rusia, Kazajstán y Turkmenistán están por detrás de los países bálticos, pero por delante de Ucrania, Georgia, Moldavia y Armenia. El PIB per cápita se acerca a los 10.000 dólares en Rusia, cerca de 9.000 en Kazajstán y algo más de 8.000 en Turkmenistán. La riqueza relativa de estos países se debe en gran medida a sus recursos naturales y a su capacidad para venderlos en el exterior. Los beneficios de ese comercio contribuyen a sostener a los gobernantes autoritarios y a limitar la difusión de la democracia. Los ingresos del petróleo ruso y azerí también contribuyen a financiar las guerras de esos países.
El espacio postsoviético
Cuando la URSS se desmoronó en 1991, una de las características más alentadoras de su colapso fue la ausencia de guerras a gran escala entre las repúblicas. El escenario que preocupaba a muchos en Occidente, “Yugoslavia con armas nucleares”, nunca se materializó. A la presencia de armas nucleares en territorio soviético debe atribuirse no solo el final pacífico de la guerra fría, sino también la disolución relativamente pacífica de la Unión Soviética, donde cuatro repúblicas, Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán, se encontraron en posesión, aunque no siempre en control, de armas nucleares. EEUU trabajó mano a mano con Rusia para lograr el desarme nuclear, obligando a Ucrania y a las demás repúblicas a renunciar a sus armas nucleares a cambio de garantías de seguridad. Estas resultaron ser inútiles una vez que Rusia invadió Ucrania en la primavera de 2014.
La década de los noventa marcó el punto álgido de la cooperación ruso-estadounidense. Los dos países llegaron acuerdos en una serie de cuestiones clave, desde nuevos recortes en los arsenales nucleares hasta la resolución de conflictos regionales en África, Oriente Próximo y Afganistán, donde Moscú dejó de apoyar a sus socios. Pero hubo una gran excepción: Rusia y EEUU nunca llegaron a un entendimiento sobre el futuro del espacio postsoviético. A pesar de su decisión de diciembre de 1991 de permitir la disolución de la URSS, Yeltsin nunca imaginó el espacio postsoviético como una zona donde las antiguas repúblicas adquirieran libertad para decidir sus asuntos. La Comunidad de Estados Independientes (CEI), formada en diciembre de 1991, estaba ahí, entre otras cosas, para asegurar el papel de liderazgo de Rusia en la región. Otras repúblicas, Ucrania en particular, consideraban la CEI como una institución internacional que haría posible la disolución ordenada de la Unión o, como la llamaban en Kiev, un “divorcio civilizado”.
EEUU siguió apoyando con firmeza a Gorbachov y a la URSS hasta las últimas semanas de su existencia, pero una vez desaparecida esta, Washington apoyó la plena independencia de los Estados postsoviéticos en contraposición a la soberanía limitada que defendían Yeltsin y sus asesores. El conflicto entre estas dos visiones pasó a primer plano a principios del siglo XXI.
Ucrania se encontró en el centro de la batalla por la plena soberanía de las repúblicas. Nunca llegó a integrarse plenamente en la CEI, que había contribuido a crear, y con la salida de los antiguos funcionarios del partido de la escena política, las fuerzas prodemocráticas hicieron un esfuerzo por reorientar Ucrania hacia Occidente. La Revolución Naranja –protestas masivas en Kiev en otoño de 2004 provocadas por el intento del gobierno de amañar las elecciones en favor de un candidato presidencial apoyado por Rusia– puso en la agenda política de Ucrania la adhesión a la Unión Europea. EEUU apoyó la elección democrática de Ucrania, pero Rusia consideró la Revolución Naranja una forma de agresión estadounidense y de invasión de su esfera de influencia.
«Putin llegó a la conclusión de que el único instrumento eficaz para mantener el espacio postsoviético bajo control ruso era la fuerza militar»
Mientras que los aliados liberales de Putin, como Anatoli Chubais, abogaban por la formación de un imperio liberal ruso en el que las demás repúblicas estarían vinculadas a Rusia por la dependencia económica y el poder blando, Putin llegó a la conclusión de que su único instrumento eficaz para mantener el espacio postsoviético bajo control ruso era el uso de la fuerza militar. En los primeros meses de 2014, mientras los ucranianos se revolvían contra su presidente, Víktor Yanukóvich, que les había prometido firmar un acuerdo de asociación con la UE pero que renunció a él por la presión de Rusia, Putin envió sus tropas a Crimea, en Ucrania, y se apoderó de la península. Unos meses más tarde abrió otro frente en la guerra, esta vez en la región industrial oriental del Donbás. La guerra que comenzó allí en la primavera y a principios del verano de 2014 aún continúa, y se ha cobrado la vida de más de 14.000 personas, con al menos el doble de heridos, cientos de miles de personas desplazadas y millones obligadas a convertirse en refugiados.
¿Cuáles son los motivos de Rusia? En primer lugar, detener la deriva de Ucrania hacia Occidente. Putin afirmó que si no hubiera anexionado la península, esta se habría convertido en una plataforma de lanzamiento para las fuerzas de la OTAN. En segundo lugar, socavar y desacreditar la democracia ucraniana, cuyo éxito enviaría una señal indeseable a los rusos: si Ucrania puede ser democrática y tener éxito, ¿por qué Rusia no puede hacer lo mismo?
Los esfuerzos de Moscú por establecer o mantener una esfera de influencia rusa no se limitan a Ucrania. El mismo razonamiento es evidente en la vecina Bielorrusia, donde Rusia apoya al muy impopular presidente Lukashenko, cuya legitimidad no es reconocida por los vecinos europeos del país. El frente occidental de la confrontación de Rusia con el Occidente colectivo incluye también a los Estados bálticos, la historia de éxito postsoviética. Se incorporaron tanto a la UE como a la OTAN, pero Moscú los considera territorio disputado y está utilizando nuevos métodos de guerra cibernética contra sus antiguos súbditos.
Más al sur, Rusia mantiene su apoyo militar y económico a Transnistria, un enclave no reconocido diplomáticamente creado en Moldavia para mantener a raya las aspiraciones occidentales de dicho país. En el Cáucaso, Rusia invadió Georgia en 2008 y se apoderó de la región de Osetia del Sur, añadiéndola a otro enclave georgiano ya bajo control ruso, la república de Abjasia. La guerra fue una respuesta directa al deseo de Georgia de ingresar en la OTAN.
Muchos observadores hablan de un retorno de la guerra fría a la ahora redefinida Europa del Este, formada por las antiguas repúblicas soviéticas de la periferia occidental y, en parte, meridional de la URSS. Pero, en realidad, la nueva guerra fría comenzó allí tan pronto como terminó la original. Lo que realmente no tiene precedentes en los acontecimientos de la última década es la aparición de nuevos actores internacionales en el espacio postsoviético. La reciente reanudación del conflicto militar entre Azerbaiyán y Armenia en la zona disputada del Nagorno-Karabaj terminó con la victoria de Azerbaiyán, gracias en gran parte al respaldo de su aliado, Turquía. Rusia llevó sus “fuerzas de paz” a la zona, pero se vio obligada a aceptar la derrota de su socio, Armenia.
Toda la región se está convirtiendo en un nuevo campo de batalla de una guerra fría diferente, la que enfrenta a EEUU y China, en la que Moscú figura como socio menor de Pekín, un retorno a la antigua alianza sino-soviética, con los papeles de los socios invertidos. China, que está extendiendo su influencia económica y política en Asia Central y más allá (es el mayor socio comercial de Ucrania), se abstiene de desafiar a Rusia directamente en esas zonas, pero su creciente poder económico, frente a la estancada economía rusa, deja pocas dudas sobre el eventual ganador de esa contienda.
Sin euforia, pero con optimismo
Nadie imaginó este escenario hace 30 años. Tampoco los observadores previeron con exactitud el destino de la democracia, la economía y el Estado de Derecho en el espacio postsoviético. El triunfo de la democracia se materializó en algunas repúblicas pero no en otras. Y Rusia, tras ciertas vacilaciones, simplemente se negó a renunciar a sus ambiciones como única dueña del espacio postsoviético.
Pero no todas las noticias son sombrías. La escala de la nueva guerra fría es mucho menor que la de la antigua. El Telón de Acero ha caído y las personas pueden viajar libremente. Los dictados de la ideología comunista han desaparecido, junto con sus experimentos sociales y el gulag. Nadie obliga a los agricultores a unirse a las colectividades matándolos de hambre, nadie mata a los escritores para detener el desarrollo de las culturas no rusas. La mayoría de los países postsoviéticos son hoy mucho más libres que durante la perestroika de Gorbachov, por no hablar de la dictadura asesina de Stalin. El Estado de Derecho avanza lentamente en la región, y la gran mayoría de las economías postsoviéticas han crecido desde 1991, con la consiguiente mejora del nivel de vida. Todo esto nos permite mirar al futuro sin la euforia de 1991, pero con un cauto optimismo.
La historia no terminó en 1991, el imperio no se derrumbó de la noche a la mañana, y ya no esperamos milagros. En ese sentido, el retorno de la historia viene con una ventaja: ahora podemos aprender de las experiencias pasadas y adivinar lo que viene después. La evolución histórica de situaciones postimperiales similares en otras partes del mundo no deja lugar a dudas sobre la dirección de los procesos que tienen lugar hoy en la región que antes se llamaba URSS. Ningún imperio fue capaz de revivir y seguir imponiendo su voluntad o ideología a sus antiguos súbditos durante demasiado tiempo. Una libertad que las antiguas repúblicas de la URSS han conquistado y a la que no están dispuestas a renunciar es la libertad de elección. Esa libertad debe ser apoyada por la comunidad internacional no solo con palabras, sino con hechos. ●