La ambivalencia históricamente arraigada hacia Europa está entretejida en el denso pero delicado tejido de las relaciones euromediterráneas. Uno de los hilos más oscuros de ese tejido –y una de las principales causas de la ambivalencia del Sur– es, sin duda, el legado imperial europeo. La larga historia de reticencia de la Unión Europea (UE) a la hora de reconocerlo lo hace aún más lúgubre.
La UE tiene buenas razones para dejar atrás esta omertà [ley del silencio] y enfrentarse sin ambages a la herencia colonial europea en el sur del Mediterráneo. Para aquellos a los que les preocupan las normas liberales de la democracia y los derechos humanos, esto tiene la ventaja de que permitiría avanzar hacia una mayor coherencia política europea. Las iniciativas para la resolución de conflictos, entre ellas las comisiones simultáneas de la verdad y la reconciliación –también promovidas por la UE en el Mediterráneo y fuera de él– serán más coherentes si la Unión avanza hacia la justicia histórica y la reconciliación. Para los que se inclinan más por la realpolitik estratégica, el reconocimiento del pasado imperial redunda en el interés geopolítico de contrarrestar la influencia cada vez mayor de China, Rusia y Turquía en la región.
Existe una preocupación –justificada– por la incoherencia entre el apoyo externo de la UE a la democracia y las características cada vez menos democráticas de algunos de sus Estados miembros. También está justificada la alarma por la falta de respeto de los derechos básicos de los inmigrantes y por cómo contradice esto la pretensión de la Unión de abanderar los derechos humanos. Pero la preocupación también debería abarcar la falta de coherencia entre la imagen históricamente arraigada que la UE tiene de sí misma como proyecto político que ha superado el oscuro pasado del continente y la herencia colonial de algunos de sus Estados miembros. Y esto se ha vuelto aún más importante a medida que el peso de Occidente se diluye en la escena mundial.
La Unión Europea y la historia colonial de Europa
Pero ¿por qué debería preocuparse la UE por los antiguos imperios coloniales de algunos de sus miembros cuando ella misma nunca ha tenido colonias? Hay muchas más razones de las que parece a simple vista. Históricamente, el colonialismo no puede separarse fácilmente del proyecto europeo: cuatro de los seis miembros fundadores aún tenían colonias cuando se firmó el Tratado de Roma en 1957 y algunos de los que se integraron después seguían teniendo posesiones coloniales. Mauritania obtuvo su independencia tres años después de la firma el Tratado de Roma y, como ha señalado Peo Hansen, la guerra de Argelia fue, en principio, una guerra civil europea. El proyecto europeo nunca fue anticolonial; de hecho, hubo un primer plan –fallido– de agrupar colonias en África cuando a las distintas potencias coloniales les resultaba imposible mantener el control por sí solas. Del mismo modo, la predecesora de la UE, la Comunidad Económica Europea, no hizo nada por alejarse de las prácticas coloniales anteriores en sus relaciones con las antiguas colonias europeas. Al contrario: en ámbitos como la ayuda al desarrollo, las prácticas coloniales francesas se reprodujeron en la burocracia de la ayuda europea, como describe en detalle Véronique Dimier en su libro The Invention of a European Development Aid Bureaucracy: Recycling Empire [La invención de una burocracia europea de la ayuda al desarrollo: reciclando el imperio].
Es más, las secuelas del colonialismo europeo y de los procesos de descolonización siguen siendo visibles hoy en día en el Mediterráneo, quizá de forma más flagrante en Palestina y el Sáhara Occidental. El racismo –incluso hacia los inmigrantes que cruzan el Mediterráneo– también tiene sus raíces en la segregación y las jerarquías raciales de la época colonial. La UE, con su ambiciosa política de vecindad, se ve obligada a lidiar continuamente con estas secuelas. Los intereses poscoloniales franceses y, en menor medida, españoles e italianos, en el Mediterráneo han dejado una huella importante en la política exterior de la UE en la región.
En resumen, la UE no puede desvincularse fácilmente del pasado colonial de sus miembros. Existen otras razones para ello, relacionadas con las interpretaciones y lecturas que la UE hace de la historia y que se analizan en más detalle a continuación.
La interpretación que la UE hace de la historia
Todas las instituciones europeas han criticado enérgicamente y –con razón– a Rusia por su abominable política neoimperial en Ucrania y más allá. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha tuiteado sobre “Las vidas destrozadas por el imperialismo de Rusia”. En Naciones Unidas, en septiembre de 2022, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, subrayaba que el imperialismo y las represalias eran la única base de la “guerra de colonización” rusa contra Ucrania. En febrero de 2023, en una resolución con motivo del primer año de guerra, el Parlamento Europeo calificaba a Rusia de “Estado imperial”, señalando que “la guerra de agresión de Rusia demuestra su actitud colonial hacia sus vecinos”. Poco antes, en diciembre de 2022, el Parlamento también había reconocido el Holodomor –la hambruna artificial de 1932-1933 en Ucrania– como un genocidio perpetrado por los dirigentes soviéticos contra el pueblo ucraniano, e instaba a Rusia a revisar su pasado. La nostalgia imperial rusa y sus sueños de renovada grandeza se consideran, con razón, no solo una grave amenaza para la paz y la seguridad en Europa y fuera de ella, sino también un anacronismo que parece retrotraer a Europa a una época de engrandecimiento imperial.
La tensión entre el silencio sobre el colonialismo, por un lado, y la identidad de la UE como potencia liberal, por otro, choca con su papel de promotor mundial de las normas liberales.
Aparte del Holodomor, el Parlamento Europeo había anteriormente revisado otros crímenes imperiales del pasado en el vecindario europeo. En 2015, en el centenario del genocidio armenio a manos del Imperio Otomano, reiteró su tributo a la memoria de las víctimas armenias que perecieron –recordando que, en 1987, ya había reconocido la masacre como un genocidio– y lo hizo subrayando que “la importancia de mantener viva la memoria del pasado es primordial, ya que no puede haber reconciliación sin verdad y recuerdo”, e instando a Turquía a “asumir su pasado”.
Pero como explicaba Aline Sierp en su artículo “EU Memory Politics and Europe’s Forgotten Colonial Past” [Las políticas de la memoria de la UE y el olvidado pasado colonial de Europa], las instituciones europeas han guardado silencio sobre los crímenes coloniales europeos. Esto es así a pesar de que, últimamente, algunas capitales europeas, entre las que destacan París y Bruselas, empiezan poco a poco a reconsiderar sus pasados coloniales. Pero no existe ninguna resolución del Parlamento Europeo sobre la guerra de Argelia. Ni tampoco, por poner otro ejemplo, hay memoria de la colonización italiana de Libia, donde, según algunos académicos como Nicola Labanca, las acciones equivaldrían a un genocidio, particularmente en Cirenaica. En resumen, el Parlamento –que es la institución que tiende a ser más elocuente en cuestiones de memoria– se ha movido hasta ahora con pies de plomo en la cuestión de los crímenes coloniales cometidos en el pasado por los Estados miembros de la UE.
En cambio, las virtudes de la UE, ancladas en una historia superada y expiada, constituyen una justificación básica esencial para promover las normas liberales en otros lugares. La UE es, de hecho, un proyecto profundamente anclado en la historia y debe gran parte de su razón de ser a un relato histórico particular: ha superado una historia de violencia, guerra, brutalidad y tiranía para crear un orden político pacífico basado en los derechos humanos y el Estado de Derecho. Pero esta expiación por siglos de guerras intestinas no se extiende a una reparación por lo que las potencias europeas hicieron fuera de Europa, durante el periodo colonial y los procesos de descolonización.
Las consecuencias de todo ello son los interminables reproches desde fuera de la Unión por la hipocresía, el doble rasero y los “dos pesos y dos medidas”. Resulta irritante que la UE reivindique su superioridad sobre países que hoy son menos respetuosos con los derechos civiles y políticos, cuando en la época colonial eran las potencias europeas las que negaban estos derechos en los territorios colonizados.
Conviene subrayar que no se trata en absoluto de comparar la gravedad de los crímenes cometidos en el pasado por las potencias imperiales europeas –incluyendo en esta categoría a Rusia y Turquía (como Estado sucesor del Imperio Otomano)–, sino simplemente de señalar que, ciertamente, hay muchos acontecimientos históricos relacionados con el imperialismo del pasado que merece la pena mantener vivos para garantizar la verdad y la memoria.
Tensiones e incoherencias en el apoyo de la UE a la democracia
La tensión entre este silencio sobre el colonialismo, por un lado, y la identidad de la UE como potencia liberal, por el otro, choca especialmente con su papel como uno de los más ambiciosos promotores mundiales de las normas liberales: la democracia, los derechos humanos, el Estado de Derecho, la reconciliación tras los conflictos y las relaciones pacíficas entre Estados. La UE ha fomentado la justicia transicional en Tú- nez, respaldando firmemente la Comisión de la Ver- dad y la Dignidad. En Marruecos, apoyó la Comisión de Equidad y Reconciliación creada por Mohamed VI para investigar los abusos de los derechos huma- nos cometidos durante el reinado de su padre, Hassan II. Todos los acuerdos de asociación de la UE con los países vecinos recogen condicionamientos democráticos, lo que significa que una cláusula común de “elementos esenciales” permite a una de las partes tomar “medidas apropiadas” cuando la otra parte cometa graves violaciones de los derechos humanos o de los principios democráticos. En la mayoría de los países del sur del Mediterráneo se han llevado a cabo, en un momento u otro, numerosos proyectos de apoyo a la democracia.
Pero del mismo modo que la historia colonial se pasa por alto en la política de la memoria de la UE en general, también es tabú en el contexto en el que posiblemente importa más: en las políticas de apoyo a la democracia, los derechos humanos y la reconciliación. En los primeros días del Hirak argelino, por poner un ejemplo, Federica Mogherini, ex alta representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, declaró que la UE tenía especial interés en una evolución democrática en el país, ya que “Argelia no solo es un país vecino, sino sobre todo un socio político y económico, un amigo. Para muchos ciudadanos europeos, Argelia es también su familia. Así que no hablamos de un amigo entre otros, hablamos de un amigo muy cercano a nosotros”. Pero la responsable de la política exterior de la UE no menciona la razón por la que Argelia es un amigo muy cercano, y para muchos incluso “familia”, cuando intenta promover los derechos civiles y la democracia en un país en el que las instituciones europeas se habían quedado de brazos cruzados unas décadas antes mientras Francia libraba una guerra sangrienta.
El sentimiento anticolonial en el sur del mediterráneo
El sentimiento antieuropeo, que tiene sus raíces en el pasado colonial, nunca deja de acechar en los países del sur del Mediterráneo. Los líderes autoritarios saben que es algo con lo que pueden jugar, y no han dudado en hacerlo a lo largo de las décadas, como señala Youssef Cherif en estas mismas páginas (afkar/ideas 65, primavera de 2022). En lugar de difuminarse con el tiempo, en cierto modo ha cobrado impulso en los últimos años, incluso desde sectores bastante inesperados. La retórica de Mohamed VI de Marruecos estuvo cada vez más salpicada de matices anticoloniales hasta que el monarca prácticamente desapareció de la vida pública en 2018. Este giro es todavía más notable porque el anticolonialismo ha sido un elemento fundacional de la política exterior de su frère ennemi, su hermano enemigo, Argelia.
Los acontecimientos recientes corren el riesgo de avivar esos sentimientos ocultos. El contraste entre la acogida que han recibido en los últimos años los emigrantes forzosos del sur del Mediterráneo y la que han recibido los ucranianos exiliados por la guerra ha reavivado en el mundo árabe la ira contra el racismo. La “exagerada” atención que Occidente presta a la guerra de Ucrania en comparación con los conflictos bélicos en otros lugares se ha vuelto a veces en su contra. Pero Ucrania es solo un ejemplo; la respuesta europea a la pandemia de Covid-19 fue otro, al igual que las políticas europeas de movilidad en el Mediterráneo.
Por tanto, existe el riesgo de que otros actores globales y regionales como China, Rusia y Turquía amplifiquen aún más su fuerte retórica anticolonial –utilizada con gran éxito en África subsahariana en los últimos años– en el sur del Mediterráneo. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ya lo ha hecho, aprovechando su relativamente fuerte popularidad en países como Marruecos, Palestina y, en menor medida, Túnez, según revelan los sondeos más recientes del Barómetro Árabe. Sin embargo, hay que decir que su retórica anticolonialista ha tenido hasta ahora una acogida desigual. Erdogan se habría enfrentado a los reproches argelinos al intentar utilizar la brutal colonización francesa del país para anotarse puntos políticos (los dirigentes argelinos han señalado que la pertenencia de Turquía a la OTAN la convierte de facto en cómplice de la guerra de Argelia; el colonialismo otomano en el Mediterráneo tampoco se olvida fácilmente).
Existe el riesgo de que otros actores globales y regionales como China, Rusia y Turquía amplíen aún más su fuerte retórica anticolonial.
El interés de China por Oriente Medio y el Norte de África (MENA) es, por diversas razones, cada vez mayor. En sus relaciones con los países de la región, China suele hacer referencia a las similitudes de sus respectivas historias: fue una semicolonia durante todo el siglo XIX, no muy diferente de los países MENA; también insiste en su condición de país en desarrollo, parte del Sur Global, conocedora de la difícil situación del mundo en desarrollo y de las dificultades que encuentra al tratar con el poderoso Norte (y sus tendencias neocoloniales). Rusia, a su vez, puede basarse en la postura antiimperialista de la URSS y no ha dudado en hacerlo, incluso ante la evidente paradoja de que está desplegando su músculo imperial, con efectos devastadores, en Ucrania. En sus relaciones con otros Estados fuera de Occidente, incluida la región MENA, los responsables políticos rusos se presentan como antiimperialistas que luchan contra la hegemonía política, cultural y normativa de Occidente.
Conclusión
La forma más eficaz de contrarrestar narrativas como la china, la rusa y la turca es dejar de fingir que no existe un pasado colonial europeo. No desaparecerá, aunque se intente por todos los medios hacerlo invisible.
El contraargumento podría ser que Europa tiene problemas más acuciantes en la actualidad y no ayuda añadir otra serie de quebraderos de cabeza por “desenterrar” los problemas y los agravios del pasado. O, en otra versión contradictoria, se puede replicar que el pasado imperialista sigue siendo un tema demasiado delicado en los principales Estados miembros –de hecho, sigue estando muy cerca del presente– y la UE debería evitar a toda costa tener que enfrentarse a otro asunto que pudiera dividir a sus miembros.
Pero la UE necesita a sus vecinos del Sur. Tiene que poder luchar contra el imperialismo ruso con todos los medios posibles. Las condenas del comportamiento neoimperial ruso en Ucrania tendrán más impacto si van asociadas a un rechazo de todos los pasados y presentes imperiales, incluido el europeo. Pero más allá de eso, la UE tiene necesidad, como tantas veces subraya, de unas relaciones mediterráneas basadas en la cooperación, las asociaciones entre iguales, el respeto mutuo y la reciprocidad. Puede que Europa quiera olvidar, pero para avanzar, necesita recordar, porque, citando una vez más las palabras del Parlamento Europeo, “la importancia de mantener viva la memoria del pasado es primordial, ya que no puede haber reconciliación sin verdad y recuerdo”. Y necesita respetar ella misma su llamamiento a los demás a “reconciliarse con su pasado”.
Por supuesto, el reconocimiento del pasado es solo una parte de un ajuste de cuentas más amplio con la historia euromediterránea en el que los países del sur del Mediterráneo –y ante todo sus poblaciones– deberían participar de la misma manera. Y también, en pie de igualdad, los pueblos de Europa./