El realismo trágico de Robert Kaplan
El filósofo medieval persa Abu Hamid al Ghazali creía que un año de anarquía es peor que 100 de tiranía. Es un dicho duro, de cuya verdad llegó a convencerse el escritor estadounidense Robert Kaplan, pero solo tras una amarga experiencia personal. Veterano corresponsal que había informado desde los Balcanes, Yemen, Afganistán y Sierra Leona, Kaplan apoyó la guerra de Irak en 2003, creyendo que el derrocamiento de la tiranía de Sadam Husein solo podía beneficiar al país. En cambio, cuando regresó empotrado con los marines estadounidenses en la primera batalla de Faluya, en abril de 2004, se encontró con “algo mucho peor incluso que el Irak de la década de los ochenta: la sangrienta anarquía del todos contra todos que el régimen de Sadam, mediante la brutalidad más extrema, había conseguido reprimir. La depresión clínica que sufrí durante años a causa de mi error sobre la guerra de Irak me llevó a escribir este libro. Había suspendido mi prueba como realista… Ayudé a promover una guerra que causó cientos de miles de muertos. Todo ello, en conjunto, ha pesado en mi ánimo durante décadas, llegando en ocasiones a destrozarme, y motivándome a escribir este libro”.
La raíz del error de Kaplan, como él llegó a ver, era su incapacidad para pensar trágicamente. La tragedia es el conflicto de un bien contra otro bien. La justicia y la libertad son grandes bienes, pero también lo son la paz y el orden, y pueden estar reñidos entre sí. Este conflicto de valores es negado por quienes creen que los valores liberales de la democracia y los derechos humanos se expanden por todo el mundo, y pretenden acelerar el proceso mediante guerras de cambio de régimen. Algunos de ellos han ocupado altos cargos en la potencia militar preeminente del mundo: “Creer que el poder de Estados Unidos siempre puede enderezar el mundo es una violación de la sensibilidad trágica. Y, sin embargo, miembros significativos de nuestra élite de política exterior en Washington han suscrito esta noción. Dado que la política es un proceso que busca mejorar –idealmente arreglar– innumerables situaciones en el exterior, la élite confía en que todos los problemas tienen arreglo, y que discrepar de ello es de fatalistas”.
Kaplan se dio a conocer a través de un influyente ensayo, “The Coming Anarchy”, publicado en The Atlantic en 1994, en el que advertía: “El impacto político y estratégico del aumento de la población, la propagación de enfermedades, la deforestación y la erosión del suelo, el agotamiento del agua, la contaminación atmosférica y, posiblemente, la subida del nivel del mar en regiones críticas y superpobladas como el delta del Nilo y Bangladesh –acontecimientos que provocarán migraciones masivas y, a su vez, incitarán a conflictos entre grupos– será el principal reto de política exterior del que acabarán emanando la mayoría de los demás”.
«Este volumen sobrio, elegante y conmovedor contiene más sabiduría que muchos de los rimbombantes estudios de ‘ciencia política’»
Posteriormente ampliado en un libro, The Coming Anarchy: Shattering the Dreams of the Post-Cold War (2000), el sombrío pronóstico de Kaplan ha resistido mejor la prueba del tiempo que los pronósticos hegelianos de Francis Fukuyama o el relato simplista de Samuel P. Huntington sobre el choque de civilizaciones. Como esperaba Kaplan, muchos de los Estados levantados en África sobre la base de las fronteras coloniales se han hundido bajo la presión de las guerras por los recursos y la degradación medioambiental. Haití y algunas zonas de México son espacios sin gobierno donde el uso de la fuerza está disperso entre bandas criminales rivales. En China, la dictadura de Xi Jinping debe gran parte de la legitimidad popular que conserva al hecho de haber impedido cualquier retroceso a la violencia anárquica de la Revolución Cultural. El mundo está plagado de Estados fallidos.
The Tragic Mind, volumen sobrio, elegante y conmovedor, contiene más sabiduría que muchos de los rimbombantes estudios de “ciencia política”. Si hay un solo libro contemporáneo que debería llegar a las manos de quienes deciden sobre la guerra y la paz, es este. Al recorrer un amplio abanico de las humanidades, Kaplan extrae ideas del teatro griego antiguo, de Shakespeare, de Melville y de otros escritores que han explorado dilemas humanos insolubles. De las profundidades de su depresión, Kaplan ha rescatado un racimo de perlas. Pero, ¿cuáles son las fuentes de la tragedia en la política y por qué esta ha sido negada con tanta insistencia?
Una de las fuentes académicas en las que se basa Kaplan es Sophoclean Tragedy, publicado en 1944 por el clasicista de Oxford Maurice Bowra (1898-1971). Al igual que Kaplan, Bowra se ganó a pulso el conocimiento de la tragedia. Durante la Primera Guerra Mundial luchó en la batalla de Passchendaele, donde “vio y olió la muerte a diario” –escribe un biógrafo– en trincheras con cadáveres de hombres y caballos en descomposición. (Entre el 31 de julio y el 6 de noviembre de 1917, las bajas aliadas y alemanas en Passchendaele superaron el medio millón). En un momento dado, Bowra fue enterrado vivo en una trinchera a seis metros bajo tierra. Sobrevivió con un profundo odio a la guerra, pero también llegó a despreciar el pacifismo. Tras ver a Hitler en un mitin, Bowra se convirtió en uno de los críticos más feroces de la política de apaciguamiento. Aunque la guerra era terrible, el nazismo era peor, y no había forma de evitar tener que elegir entre ambos.
Kaplan tiene razón al pensar que el núcleo de la tragedia no es un problema de maldad. “El Holocausto y el genocidio ruandés no fueron tragedias: fueron crímenes vastos y viles”. El núcleo de la tragedia es el destino: los seres humanos se enfrentan a elecciones ineludibles en las que, hagan lo que hagan, incurrirán en pérdidas irreparables.
«El núcleo de la tragedia es el destino: los seres humanos se enfrentan a elecciones ineludibles en las que, hagan lo que hagan, incurrirán en pérdidas irreparables»
El realismo trágico no es cinismo ni pasividad. La famosa pregunta que inquietaba a un alumno de Jean-Paul Sartre era un conflicto entre dos fines dignos de aprecio. ¿Debía abandonar Francia para unirse a la lucha contra el fascismo, o quedarse y proteger a su querida madre? En cualquier caso, sacrificaría un bien precioso. Tales dilemas dan testimonio de la nobleza de que son capaces los seres humanos, no de su depravación.
Tal y como la entendía Sófocles, la tragedia era impuesta por los dioses a los humanos para enseñarles humildad. Bowra escribe: “La tragedia sofoclea gira en torno a un conflicto entre dioses y hombres. Para este conflicto los dioses tienen una razón. Quieren dar una lección, hacer que los hombres aprendan sus limitaciones mortales y las acepten”.
Originada en una teología pagana en la que la ambición sin límites es el camino más seguro hacia el desastre, la sensibilidad trágica quedó eclipsada con la llegada del cristianismo. La tragedia se insinúa en el Antiguo Testamento cuando Job cuestiona la justicia de las disposiciones de Dios, pero el cristianismo es una fe antitrágica: a través de la agonía de Jesús en la cruz, la humanidad es redimida. En cambio, en la tragedia griega, incluso los más grandes seres humanos sufren una derrota total y definitiva. Los héroes de Sófocles, concluye Bowra, “acaban sometiéndose a los dioses conscientes de su absoluta debilidad”.
La fe moderna en que todo conflicto humano tiene arreglo es una reencarnación humanista secular de la promesa cristiana de salvación universal, vaciada de su contenido trascendental. Los partidarios del cambio de régimen explican los terribles fiascos resultantes como errores evitables. Con una planificación adecuada y suficiente determinación, insisten, Afganistán e Irak podrían haberse convertido en algo parecido a las democracias occidentales. La trágica alternativa entre tiranía y anarquía que Kaplan reconoció demasiado tarde en Irak no existía. En esta visión del mundo, no hay tragedias, solo errores o una voluntad débil.
Sin embargo, las consecuencias de la guerra de Irak no se podían evitar. Cuando han sido uno y el mismo durante décadas, derrocar un régimen dictatorial puede destruir el propio Estado. Cuando la población está formada por comunidades con una larga historia de antagonismo, el resultado inevitable de esa intervención es la violencia a gran escala. Como escribí en The New Statesman a principios de marzo de 2003, antes de que se lanzara la invasión liderada por EEUU ese mismo mes: “Existe el riesgo de que el Estado iraquí, una estructura desvencijada improvisada por funcionarios británicos salientes, se fracture al estilo yugoslavo o incluso checheno”. De hecho, el resultado, que incluyó el surgimiento del Estado Islámico y un ataque genocida contra el pueblo yazidí, fue peor que cualquiera de aquellos desastres.
«Lo que hicieron nuestros líderes en Afganistán e Irak no fue trágico, sino pura locura. El peligro es que esta locura se repita, con efectos mucho más perjudiciales, con Rusia y China»
Hasta el día de hoy, los animadores de la guerra de Irak en Washington y Londres declinan toda responsabilidad por las fuerzas destructivas que liberaron. Kaplan es casi el único que reconoce su papel y en qué se equivocó. Nuestros líderes no han aprendido nada. Lo que hicieron en Afganistán e Irak no fue trágico, aunque muchos hayan sufrido graves pérdidas, sino pura locura. El peligro es que esta locura se repita, con efectos mucho más perjudiciales, en relación a Rusia y China.
La guerra en Ucrania no comenzó como una tragedia, sino como un crimen. Vladímir Putin ha llevado a cabo su “operación militar especial” con un salvajismo incalificable. La tortura, el secuestro, la violencia sexual y los ataques contra civiles son procedimientos rutinarios para las fuerzas rusas. El objetivo declarado de Putin de extinguir Ucrania como cultura diferenciada se aproxima al genocidio. Ante la expansión de la barbarie rusa, era impensable que Occidente se mantuviese al margen. En los últimos meses, sin embargo, los objetivos occidentales parecen haber cambiado. De intentar defender a Ucrania de la agresión, el objetivo ha pasado a ser infligir una derrota devastadora a Rusia. Para algunos, el objetivo es derrocar a Putin; para otros, desmembrar el Estado ruso.
Sea cual sea la vía por la que Putin abandone el poder, lo más probable es que no le suceda un opositor a la guerra, sino un miembro de los servicios de inteligencia como Nikolai Patrushev, el secretario del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, de línea dura. Es posible que otros se unan a la pugna por el poder, lo que podría dar lugar a un prolongado periodo de inestabilidad. En un escenario no poco realista, la Federación Rusa podría fracturarse y desmoronarse. Para los liberales evangélicos, esto sería un triunfo de la autodeterminación, no solo para Ucrania, sino también para las naciones hoy confinadas en el imperio ruso.
En este caso, los liberales apuestan fuerte contra la historia. La implosión de la Unión Soviética fue relativamente pacífica, ya que dejó intacta gran parte del Estado. Pero la desintegración de la Federación Rusa podría acercarse más en coste humano al colapso total que se produjo hace un siglo, durante la guerra civil de 1917-23, cuando Rusia se sumió en la anarquía, con la aparición de Estados independientes no solo en Ucrania, sino también en Siberia y el Cáucaso. Cerca de 10 millones de personas murieron en batallas, pogromos, hambrunas y pandemias. Millones más huyeron del país.
«Sería irónico que el Occidente moderno –la civilización intelectualmente más avanzada de la historia– se destruyera a sí mismo por una fe irracional en la razón humana»
Hay peligros mayores. La perspectiva de una escalada nuclear podría volver si las fuerzas ucranianas amenazan con avanzar sobre Crimea. La anexión ilegal del territorio por parte de Rusia en 2014 no fue una anomalía putinista. La toma de la región, de importancia geopolítica crucial para Rusia por el puerto de Sebastopol, fue apoyada por Mijaíl Gorbachov; ni siquiera Alexéi Navalni, el líder opositor encarcelado, ha sugerido que se dé marcha atrás. Cualquier intento de recuperar Crimea será tratado como un desafío existencial. Si se rompe el tabú sobre el uso de armas nucleares tácticas en el campo de batalla, podría ocurrir cualquier cosa.
Según el Boletín de Científicos Atómicos, una guerra nuclear a gran escala podría matar a más de la mitad de la población humana mundial por sus efectos sobre la salud y la producción de alimentos. Sin duda, habrá quienes nos aseguren que Putin es lo suficientemente racional como para no suicidarse. La misma gente suele decirnos que está loco, pero no importa. Sería irónico que el Occidente moderno –la civilización intelectualmente más avanzada de la historia, cosa en la que todo el mundo está de acuerdo– se destruyera a sí mismo por una fe irracional en la razón humana.
Ante una nueva ofensiva rusa, Ucrania debe ser defendida con firmeza, con EEUU y Europa (incluido el opaco y taimado canciller alemán, Olaf Scholz) proporcionándole las armas que necesite. Pero Rusia solo puede ser contenida de manera permanente apelando a la influencia de China, también una autocracia represora. No existe un escenario realista en el que Occidente, una fuerza en declive en los asuntos mundiales, pueda imponerse a ambas potencias.
Esto no significa bajar la guardia ante la penetración china en industrias estratégicas; al contrario, hay que aumentar la vigilancia. Pero solicitar el apoyo de China para frenar a Rusia exigirá moderar la postura de Occidente en apoyo de Taiwán, una democracia floreciente. Es una elección espantosa, pero ineludible, si no queremos que el conflicto en Ucrania derive en una guerra mundial. Como observa Kaplan, “la geopolítica –la batalla del espacio y el poder que se libra en un escenario geográfico– es intrínsecamente trágica”.
Kaplan cita a la clasicista estadounidense Edith Hamilton (1867-1963), que definió la tragedia como “la belleza de las verdades intolerables”. Se refería a la forma artística, pero a menos que Occidente recupere la capacidad de discernir y actuar sobre verdades intolerables en la política mundial, corre el riesgo de convertir su defensa de Ucrania contra la agresión criminal rusa en una vasta tragedia. El peligro es más acuciante que en el pasado debido a la velocidad y capacidad de destrucción sin precedentes de los sistemas de armamento guiados por ordenador. Como advierte Kaplan, “nunca antes ha sido tan necesario pensar trágicamente, administrando el miedo sin dejarse inmovilizar por él”.
El filósofo inglés del siglo XIV Guillermo de Ockham propuso una máxima para construir teorías, que pasó a llamarse “la navaja de Ockham”: no multiplicar las entidades (causas, factores, variables) más allá de lo necesario. Necesitamos una versión ética de este principio de parsimonia: no multiplicar las tragedias más allá de lo necesario. Pero, ¿puede Occidente hoy, con su fe superficial y febril en que todos los problemas humanos pueden solucionarse, aplicar esta dolorosa lógica? Es una cuestión abierta.