Los fuegos artificiales de la celebración del trigésimo aniversario de la firma de los Tratados de Roma se extinguieron en la capital italiana al alba del 28 de marzo de 1987. Los originales y llamativos paraguas adornados con doce estrellas, con los que los eurócratas se protegían de la intemperie mientras se manifestaban en las proximidades del Berlaymont, volvieron al armario de los símbolos, siendo reemplazados por los discretos y tradicionales artilugios negros que se integran mejor con la bruma bruselense. Las últimas notas del “Himno de la alegría” se difuminaron en el amanecer romano con un eco de esperanza. Ministros y comisarios regresaron de Roma con las medallas conmemorativas que cuidadosamente colocaron en la vitrina de los recuerdos. Europa, después de un sobresalto de entusiasmo, acrecentado por la firma del Acta Única Europea, retornó a su cansina normalidad.
Un año después de esta conmemoración –que dio lugar a múltiples y reiteradas declaraciones de fe europeísta–, treinta y siete años después de la firma del Tratado de París y treinta y un años después de la firma de los Tratados de Roma, se pretende en este trabajo hacer un balance de lo que bien puede llamarse “lento pero inexorable” proceso de integración europea.
No quiere ser este trabajo un balance estático, sino un intento de proyección hacia el futuro, ya que en unos momentos en los que tanto se habla del “horizonte de 1992”, la gran cuestión que se plantea es la de saber si esa corriente de europeísmo que parece sacudir a los espíritus más escépticos y a los Gobiernos más nacionalistas, permitirá romper el tedio tecnicista con el que Europa se construye y reanimar la llama de un proyecto que sólo puede realizarse desde la voluntad y la perspectiva de una integración eminentemente política.
Aniversarios se han celebrado…