El cierre de la campaña presidencial con la victoria del magnate neoyorquino pone fin a largos meses de incertidumbre en torno a numerosos aspectos de la situación internacional en los que Estados Unidos, todavía la primera gran potencia global, tiene mucho que decir. La guerra en Ucrania es uno de ellos, y en este caso concreto el presidente electo ha repetido, por activa y por pasiva, que le pondrá fin en 24 horas. ¿Quiere esto decir que la victoria del republicano abre un nuevo escenario para el devenir del conflicto? Cumplidos ya más de diez años de la agresión rusa y casi tres desde la invasión de Ucrania por las tropas del Kremlin, cualquiera que hubiera sido el resultado de las elecciones del pasado 5 de noviembre, todos los actores implicados (locales, regionales y globales) son ya conscientes de la necesidad de escapar del callejón sin salida en el que se encuentra la guerra. Con otra retórica y con otra puesta en escena, una hipotética Administración Harris también hubiera impulsado la búsqueda de la salida de emergencia.
La destrucción sistemática de las infraestructuras ucranianas, el agotamiento de sus fuerzas y la desolación de la sociedad, además del cansancio y las muy evidentes discrepancias entre los países que han venido apoyando a Kiev, ponen de manifiesto que prolongar indefinidamente los combates redundará en daños cada vez más dramáticos para el futuro de Ucrania. Las dudas sobre cómo poner fin a las hostilidades y, de manera muy especial, sobre cómo diseñar y gestionar el día después, apuntan a un futuro muy preocupante para este país, y cargado de riesgos para sus vecinos europeos.
En el marco temporal, mucho dependerá de la actitud que adopte la futura Administración norteamericana pero, aun siendo muy importante, no es éste el único elemento a tener en cuenta, pues mucho tendrá que ver, también, la voluntad de Moscú de exprimir al máximo el momentum de las operaciones militares sobre el terreno, ahora favorable para sus intereses. No parece probable que se pueda abrir una mesa de negociaciones mientras alguno de los contendientes considere que todavía puede mejorar su situación en el campo de batalla y, por consiguiente, acudir a dicha mesa con las mejores bazas posibles. Aun a riesgo de equivocarnos, podemos hacer una escueta estimación de las opciones militares de ambos bandos.
El factor militar
La presente situación dista mucho de ser la deseada por Moscú cuando desencadenó la invasión de Ucrania el 24 de febrero de 2022. Los numerosos, y sorprendentes, fallos en la ejecución de las operaciones por parte rusa y la acertada reacción ucraniana, no exenta de heroísmo y de apoyo occidental, evitaron el colapso del país y su caída en la órbita de Moscú. Ahora, cuando nos adentramos en el tercer invierno de guerra, el intercambio de avances y retrocesos de los unos y de los otros ha resultado en una dinámica de lento, pero continuado, avance de las posiciones rusas y en el consiguiente retroceso de las defensas ucranianas. Si llegados a este punto ambos contendientes consideraran que ya no merece la pena seguir combatiendo para alcanzar resultados poco significativos y a un coste excesivo, nos encontraríamos ante una ocasión propicia para poner fin a las hostilidades. Pero no es ese, todavía, el escenario actual.
Nada mejor para comprender lo que está ocurriendo, y lo que puede ocurrir en un futuro cercano, que observar los mapas. Los mapas no mienten y, además, dan la misma información a los atacantes y a los defensores, y también a los observadores externos. Las tropas rusas y sus aliados locales controlan buena parte de las cuatro provincias unilateralmente anexionadas por Moscú (Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón, además de Crimea), pero no su totalidad. Si Moscú considera que la debilidad militar de Ucrania y su propia superioridad militar se lo permiten, no resistirá la tentación de hacer coincidir una futura línea de alto el fuego con los límites administrativos de esas cuatro provincias.
Para ello le sería necesario avanzar hasta completar su ocupación, lo que incluiría, como hitos más importantes, la conquista de las capitales homónimas de los dos últimos, Zaporiyia y Jersón, esta última ya en manos rusas en las fases iniciales de la invasión y posteriormente liberada por las fuerzas ucranianas. El alto coste en vidas humanas que los avances provocan en las filas rusas no será impedimento para perseguir tales objetivos, dado el evidente desprecio de Moscú por la supervivencia de sus combatientes. La llegada del invierno ralentizará las operaciones, no las detendrá por completo, y se retomarán con nuevos bríos en la campaña de primavera-verano de 2025. El deseable alto el fuego, si esto es así, ya no sería tan inminente.
Si esta hipotética campaña rusa no obtuviera resultados concluyentes, o si el coste para Moscú fuera tan elevado que le disuadiera de continuar en el empeño, se podría pensar, entonces sí, en una primera ronda exploratoria de conversaciones de paz. Pero de lo contrario, si Moscú alcanza y consolida sus objetivos territoriales, si Ucrania sufre una nueva sangría en el intento de impedirlo y la credibilidad del apoyo occidental encaja un nuevo revés, otro vistazo al mapa podría darnos algunas claves sobre el siguiente paso de Rusia.
Hurtado el acceso ucraniano a la costa del Mar de Azov y a buena parte de la del Mar Negro, a Kiev ya solo le queda el puerto de Odesa como única salida a aguas internacionales.
«La pérdida de Odesa limitaría decisivamente la viabilidad de una futura Ucrania amputada y confinada a fronteras únicamente terrestres»
Su pérdida limitaría decisivamente la viabilidad de una futura Ucrania amputada y confinada a fronteras únicamente terrestres. Para Moscú, que se vio obligado en 2022 a renunciar a Kiev, Odesa supondría mucho más que un premio de consolación. Pero esta sería una jugada de alto riesgo para el Kremlin, pues la toma de esta ciudad portuaria requiere una compleja operación militar de muy dudoso desenlace.
Entre la situación actual de lento progreso de las fuerzas invasoras y la opción de máximos para los intereses rusos descrita anteriormente, se abre un abanico de opciones en las que Moscú retiene la manija para regular la presión en el frente, lo cual hará en función de cómo evalúe sus propias capacidades. Tenemos por delante un intervalo de tiempo de incierta duración, sujeto al resultado de los combates sobre el terreno y durante el cual parece improbable un alto el fuego.
La insistencia del presidente Volodímir Zelenski en recuperar la totalidad del territorio de su país, comprensible desde el punto de vista de la legitimidad de su causa, lamentablemente no viene respaldada por la realidad: sus tropas no están en condiciones de infligir una derrota decisiva al enemigo, y más bien tendrán serias dificultades para minimizar las pérdidas en el frente. Es previsible que para 2025 hayan mejorado considerablemente las capacidades de la industria de defensa europea y norteamericana para proporcionar a Ucrania el armamento y la munición que con tanta urgencia reclama. Pero aún en el caso de que se aprobara su entrega, apenas permitiría a Ucrania estabilizar el frente, pero no revertir la dinámica de las operaciones, claramente favorable al invasor. Para Rusia, que tiene también sus dificultades para el mantenimiento del esfuerzo bélico, como demuestra la necesidad de recurrir al apoyo de Irán y Corea del Norte (en este caso, además de munición, con el envío de un considerable contingente de combatientes) la clave radica en confiar en que será el esfuerzo ucraniano el que colapse antes. El factor militar, por lo tanto, apunta más bien a la continuación de los enfrentamientos a lo largo, al menos, de buena parte, de 2025.
Daños colaterales
No cabe duda de que Ucrania es la gran damnificada por esta guerra. Tiene laminadas sus infraestructuras, diezmada su población por las bajas en el frente y por las salidas de sus ciudadanos hacia otros países, empobrecida su economía y condicionado su futuro como país soberano. La mutua desconfianza entre Kiev y Moscú; el poco halagüeño antecedente del memorándum de Budapest, de 1994, por el que la misma Federación de Rusia se comprometía a garantizar la integridad ucraniana a cambio de la entrega de la sustancial parte del arsenal nuclear soviético entonces ubicado en Ucrania; el fracaso de los acuerdos de Minsk firmados después de los acontecimientos de 2014, y la posibilidad de continuar las hostilidades en formato híbrido, como de hecho venía sucediendo ya desde hace diez años, auguran una inestabilidad permanente que afectará no solo a los contendientes sino también al resto de actores regionales y globales, y de manera muy directa a la Unión Europea. Numerosos analistas hablan de un conflicto congelado, pero más acertado sería denominarlo como conflicto cronificado, que no es exactamente lo mismo. Un foco de tensiones enquistadas en el corazón del viejo continente.
La membresía en la Unión Europea es el lógico anhelo de Kiev, pero no va a ser fácil. Ucrania está lejos de cumplir, ni siquiera mínimamente, los requisitos exigibles para su incorporación al club de los 27.
Obviar esta realidad y acelerar más allá de lo razonable su ingreso provocaría algo más que resquemores en otros candidatos que llevan años en la cola de espera, y obligaría a la Unión a integrar, de manera precipitada, a un país materialmente destruido, con una situación económica y social devastada.
«Entrar en la Unión Europea es el lógico anhelo de Kiev, pero no va a ser fácil porque Ucrania está lejos de cumplir los requisitos exigibles»
Las garantías de Seguridad que Ucrania necesita y merece, pasan, a criterio de Kiev, por su integración en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). De nuevo, las dudas al respecto son de mucho calado. Dar entrada en la Alianza a un país en guerra y ocupado parcialmente por la gran potencia nuclear que es Rusia, abre un escenario de casi imposible gestión para los aliados e inaceptable para Moscú. La búsqueda de soluciones intermedias, como algún tipo de garantías de Seguridad para la parte no ocupada bajo el control de Kiev, a cambio del no despliegue de efectivos ni infraestructuras militares occidentales en suelo ucraniano, podría ser una vía de aproximación.
El acomodo de Ucrania en la Unión Europea y en la OTAN no será tarea fácil, no solo por la actitud que adopte Rusia en ambos casos, sino también, y esto es incluso más preocupante que lo anterior, por las profundas discrepancias en el seno de las dos organizaciones.
Algunos jefes de gobierno europeos ya han adelantado su postura en contra, y ciertas manifestaciones de indisimulada simpatía con Moscú son señal inequívoca de que las aspiraciones de integración ucranianas se enfrentan a obstáculos muy considerables. La OTAN, pasada ya la euforia de la cumbre de Madrid-22 (back to basics, ampliación a Suecia y Finlandia, compromiso, esta vez sí, del 2% del PIB…), se inquieta ahora con el regreso de Trump, con una Turquía que siempre ha ido por libre en lo de Ucrania y con una disparidad de percepciones entre los aliados que hacen temer seriamente por la cohesión interna ante futuras aventuras de un Putin crecido y encantado de haberse conocido.
El día después…
En algún momento, más pronto o más tarde, será necesario poner fin a los combates. Llegará algún tipo de alto el fuego, pero con él no llegará la paz. Solo entonces será posible que ambas partes cedan en determinadas materias en las que ya se alcanzaron acuerdos en el pasado, como el intercambio de prisioneros, la apertura del comercio a través de las aguas del Mar Negro o, por qué no, ciertas garantías de libertad de movimientos en la zona colchón establecida a ambos lados de la línea de alto el fuego. Pero poco más, porque más allá todo son líneas rojas, como lo relativo a responsabilidades sobre crímenes de guerra, indemnizaciones por la destrucción ocasionada o el diseño de una nueva arquitectura de seguridad para toda Europa, que contemple el estatus de la Ucrania parcialmente ocupada por una potencia extranjera.
El presidente Putin ha expresado claramente sus exigencias, que pasan por el reconocimiento de las anexiones territoriales obtenidas por la fuerza y la neutralidad de Ucrania. Ninguna de estas condiciones puede ser formalmente admitida por Ucrania, ni tampoco por los socios y aliados occidentales, pues supondría legitimar el cambio de fronteras mediante la invasión militar de un país soberano, lo cual nos sitúa ante una larga ronda de negociaciones, pero al menos sin combates.
El establecimiento en Washington de una nueva Administración, fuera la que fuera, era condición indispensable para afrontar el principio del fin del presente capítulo de la guerra en Ucrania. Que el titular de la misma sea Donald Trump apunta a que ese final será cercano, pero no necesariamente inminente. En sus primeras declaraciones tras conocerse el resultado de las elecciones norteamericanas, el presidente Putin se ha manifestado dispuesto
a negociar, y voces del Kremlin ya admitieron que Trump puede ayudar a poner fin a la guerra, pero que esto no ocurrirá de la noche a la mañana. Trump puede empujar a Zelenski a la mesa de negociaciones, sí, pero no necesariamente en 24 horas. Moscú tampoco tiene prisa dada la favorable evolución en el frente. Arrojar a Ucrania a los pies de los caballos de Moscú sería un acto de excesiva condescendencia con Putin que animaría a este a redoblar sus exigencias. Hay mucho en juego para muchos implicados, pero esta partida la juegan solamente dos: el presidente electo de Estados Unidos y el presidente (eterno) de la Federación de Rusia.
Para concluir, podemos esperar que antes o después cesarán los combates, pero no las hostilidades, que serán de naturaleza híbrida. El alto el fuego concederá una “línea de crédito” de tiempo que permitirá iniciar la reconstrucción de Ucrania y ceder el protagonismo del factor militar, hasta ahora preponderante, al diplomático. Ucrania nunca reconocerá la pérdida del 20% de su territorio, y Rusia no se retirará del mismo, lo cual pospone la solución de iure de esta espinosa cuestión a un futuro lejano, en el que una nueva realidad geopolítica en Europa, y sobre todo en el Kremlin, sustituya a la actual.