¿Cuándo un escritor se eleva a la categoría de clásico? Cuando más allá de su lengua original y de su circunstancia histórica, nos interpela. Cuando sus ideas o el halo afectivo de sus palabras nos permiten entender y sentir no lo que el clásico cuenta, sino lo que nosotros mismos nos contamos. En tal sentido, El Príncipe (1513) de Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es un texto clásico cuya permanente actualidad da pie a una pluralidad de lecturas.
Nicolás Maquiavelo
Madrid: Alianza Editorial
2010. 176 págs.
Cabe, sin duda, la lectura humanista e historiográfica de Maquiavelo, cuyos saberes sobre la antigüedad –hace poco se descubría una copia y comentario hecho por él sobre el De Rerum Natura de Lucrecio– y, más aún, cuyo saber político supone la plena emancipación de este orden de cualquier sistema trascendente. El proceso de desreligación de lo político como creado, culmina en la obra del florentino. Así lo estudió de modo magistral nuestro Javier Conde.
Cabe también una lectura ética, como la hecha por Ritter o Guardini bajo influencia de Tillich, según la cual maquiavelismo y antimaquiavelismo son las dos pautas morales de la política, y no tanto porque nuestro autor sea amoral, sino porque lo es la razón política que se dedica a teorizar, lo que no impide que una moral con pretensiones de universalidad reivindique este dominio y condene como inmoral el maquiavelismo y aun la propia lógica del poder. El Príncipe se incluye en el Índice en 1559 y primero, curiosamente, los protestantes con Gentillet (1576), después los católicos con Possavino (1592) lanzan una cruzada antimaquiavélica que no deja de contaminar de maquiavelismo a los impugnadores. En España, desde Pedro de Rivadeneyra (1595), ha sido usual hacer del maquiavelismo sinónimo de inmoralidad e incluso de irracionalidad, por eso de la convertibilidad entre los atributos bonum et verum del ser. Así, para Rivadeneyra la razón de Estado del florentino era mera razón de establo.
Pero cabe también una lectura aún más radical que permite, a través de Maquiavelo, no juzgar, sino comprender nuestra circunstancia y lo que en ella supone ese poder emancipado y sometido a su sola y autónoma razón. Lo que en El Príncipe nos fascina es que constituye una teoría del poder puro, sin preocupaciones morales ni doctrinales, tratando tan sólo de explicar cómo debe comportarse el titular del poder para mantenerlo y acrecentarlo, y hacerlo sin concesiones éticas ni estéticas, de ahí la ausencia de retórica, sino tan sólo como pueda ser más útil a su lector. La virtud o genio, la fortuna, la necesidad, son categorías que se refieren al poder, así “reducido”; los tipos de principado se describen en función del mismo; y en relación a él se asesora al príncipe (cap. VIII) y se valoran sus acciones (cap. XV). El texto es tan breve y sabroso que el mejor servicio que pueden hacer estas líneas no es resumirlo, sino invitar a leerlo.
Ahora bien, ¿cuál es la meta del poder? “Estará bien todo lo que el Príncipe haga para conservar su Estado”, dice el autor en el capítulo XVII de su opúsculo. Pero, ¿por qué? A mi juicio, Maquiavelo no respondió a esta cuestión y su ambigüedad permitió a los lectores elaborar, a través de cuatro siglos, dos respuestas diferentes. Una de ellas fue la doctrina de “los intereses de los Estados” cuya formulación trazó con mano maestra Meinecke, y va desde Richelieu a Kissinger. Dicha teoría supone que los Estados tienen intereses, permanentes unos y accidentales otros, y los juegan de acuerdo con las reglas de la razón que descubriera y emancipara Maquiavelo. Las reglas de los capítulos III y XXI son otros tantos preceptos de la teoría del equilibrio que ha regido durante siglos las relaciones internacionales, hasta su ideologización por obra de Wilson y de Lenin.
Pero la misma noción de intereses de los Estados supone un anclaje objetivo del poder y, en consecuencia, una relativización de su fuerza y dureza. El crathos, decía Meinecke, genera un ethos y ello moraliza el poder al darle una meta trascendente. Si el movimiento, para Maquiavelo, es la esencia de lo humano, el Estado es orden humano perfecto porque es un movimiento ordenado, estable, cuya meta es la seguridad. Por eso, la teoría de la “razón de Estado”, ya en su versión clásica –v. gr. Botero– ya en la versión historicista de los intereses de los Estados, es siempre equilibrada y moderada.
Esta interpretación es, a mi juicio, la más fiel a Maquiavelo. En efecto, el florentino escribía en la Italia invertebrada en la que la “Signoria” suponía la disolución de todo cuerpo político permanente y la ilegitimidad de origen del poder. César Borgia era, para Maquiavelo, un bello ejemplo de cómo construir un principado nuevo a partir de los despojos existentes y al que sólo cabría criticar su mala fortuna (cap. VII). Más aún, la irrupción de franceses y españoles en Italia había acabado incluso con el precario equilibrio intraitaliano o con las esperanzas de regeneración tan brillantemente estudiadas por Hans Baron; y para tan ruinoso teatro escribió Maquiavelo su libreto. Pero es claro que aspiraba a otra cosa mejor y su invocación a la libertad de Italia (cap. XXVI) ha de entenderse a la luz de su aprecio por los cuerpos políticos estables que sabían embridar a la fortuna: Alemania, España, Francia (cap. XXV, vd. caps. IV y XIX sobre Francia).
Prefiere el príncipe antiguo al nuevo (caps. II, III y VII), por más que escriba para éste, a falta de aquél; el principado civil al militar (cap. IX). Su único elogio a la Santa Sede es que, como el sultanato de Egipto, aun siendo electiva, la legitimidad que Max Weber habría de denominar tradicional, la hace tan estable como si de un principado hereditario se tratase. Y el propio libro, que ha pasado a la historia como El Príncipe, tiene por título original De Principatibus.
Nada de extrañar, por lo tanto, que unas reglas dictadas para la mejor conservación del Estado fueran utilizadas por los Estados forjadores de naciones, que habría de teorizar medio siglo después su aparente impugnador Bodino (1576). Pero el Estado implica permanencia y generalidad, y un cuerpo político protonacional o nacional es una magnitud transcendente –el transdescente por excelencia– lo cual supone, insisto, la objetivación, la moderación, la moralización del poder.
Maquiavelo conoció el poder desencarnado de la “Signoria”; pero tal poder seguía siendo territorial y ejercido sobre una ciudadanía. Por eso el florentino aconseja para su conservación obtener la adhesión de los súbditos, evitando las innecesarias ofensas a sus mujeres y propiedades, esto es, a su vida privada y civil (caps. XVII y XVIII), suscitando su asombro (cap. XXI), gratitud y aun bienestar (caps. III, IX, X, XIX): el ethos generado por el crathos, hasta tal punto que pueden espigarse en el librito comentado textos que cabría incluir en una teoría de la integración del cuerpo político (véase caps. VIII y IX). El buen o mal empleo que se haga de la maldad –dice Maquiavelo– depende de que, en último término, se convierta “en instrumento útil para el pueblo” (cap. VIII). Como diría Shakespeare, lector apasionado del florentino Old Nick, El Príncipe ha de cumplir su palabra según convenga a la salud del Reino (Hamlet, I, 3ª).
Así, se recomienda contar con soldados propios (caps. XII y XIII) y, en otras de sus obras, tras criticar, incluso con exageración, a los mercenarios (Historia Florentina), se insiste en las ventajas de la conscripción militar (Arte della guerra). La contigüidad territorial y unidad de naturaleza de los súbditos se citan como factores de homogeneidad del cuerpo político que fortalecen el poder (caps. III y V), y el patriotismo es el resorte que mueve “la historia de un pueblo ambicioso” que Maquiavelo adopta como paradigma: la antigua Roma (Discorsi). Esta fue la versión que del secretario florentino estuvo en vigor durante toda la época moderna, al servicio de los Estados nacionales. Las injurias de Federico II de Prusia eran una máscara; las de Voltaire, una frivolidad entre otras más.
Pero nuestros días han visto surgir nuevos fenómenos de poder que dan verosimilitud a otra interpretación de Maquiavelo que raya, como mostrara Holstein, en el anarquismo, tan propio de una sociedad no ya internacional sino trasnacional. Se trata de un poder mucho menos condicionado que el de los Estados nacionales de la época moderna, e incluso que el de la propia “Signoria” del Renacimiento italiano. Porque no son poderes ordenados a una comunidad territorial y menos a un cuerpo político, sino que son poderes cuya meta es el poder mismo y cuyo ethos, por lo tanto, no lo trasciende, sino que sólo se mide por el éxito de su mantenimiento y crecimiento.
En tal sentido, hay quien ha señalado que Maquiavelo no anunciaba la política de los Estados nacionales, sino del Estado autoritario. Pero aunque hay modernas formas de autoritarismo que pudieran avalar semejante tesis, creo que ésta yerra su objetivo al olvidar que, incluso la hipertrofia del imperio, por ejemplo en el Estado fascista, se justifica al servicio de una comunidad.
Por el contrario, el partido político de nuestros días, al que Gramsci calificó de “Príncipe nuevo por excelencia”, no tiene para su poder más objetivo que la conquista y ejercicio del poder mismo. En su seno se practica frecuentemente la máxima maquiavélica de poder monocrático y mandos vicariales (cap. IV), fórmula caudillista muy querida en lo que Panebianco llama partidos carismáticos. E incluso en un sistema democrático, no busca el voto para representar a la ciudadanía, hacerse eco de sus deseos y gestionar sus intereses, sino que instrumenta la adhesión ciudadana al servicio de su poder. De ahí que las más descarnadas máximas de Maquiavelo sean el manual del dirigente partisano y, lo que es aún más grave, que los militantes de un partido y, en general, los partidarios del Estado de partidos, consideren lógico, lícito y aun encomiable, que el partido se rija por tales principios.
Pero aunque sea para simular virtudes, como recomendara nuestro autor (caps. XVIII y XXI), el moderno príncipe que es el partido político ha de invocar los intereses públicos, y sus dirigentes, aunque sean hombres políticos puros que, de acuerdo con la tipología de Spranger, sólo apetecen el poder, han de aparecer como hombres sociales, esto es, dados a los valores.
Ahora bien, la gran empresa protagonista de la sociedad trasnacional y, más aún, el actor financiero a escala global que sólo responde ante sí de sus propias especulaciones, sea o no un hombre político, incluso si sólo apetece el poder, ha de comparecer como hombre puramente económico. Es decir, de acuerdo con el propio Spranger, sólo abocado a sus intereses privados y carente de otro ethos que el de su propio bienestar que, en consecuencia, puede llevar a sus últimos extremos algunas de las máximas maquiavélicas. Las que se refieren a la destrucción o neutralización del competidor, el afianzamiento del propio poder frente a los rivales internos, a la utilización de la astucia, la mentira o la fuerza, al cultivo de la apariencia como técnica de seducción. ¿Hay algo más parecido a la especulación que la tesis maquiavélica según la cual “siempre habrá un engañado para cada engañador”? (cap. XVIII). Pero en manera alguna a la integración del cuerpo político y al elemento de conservación que es el Estado. La sedicente moral de un mercado sin límites, instituciones y valores “más allá de la oferta y la demanda”, tiene como único criterio el beneficio y su optimización, y eso, por definición, excluye la estabilidad y generalidad propia del Estado maquiavélico. ¿Hay algo más contrario a la idea de tropas propias que el empleo precario y la deslocalización que la optimización de la competitividad exige, o a la integración política que la plena separación entre propiedad y gestión, característica de la “revolución de los ejecutivos”?
Volviendo así al padre Rivadeneyra, la “razón de Estado” sería verdadera razón de establo, y todo induce a pensar que es la que rige la presente anarquía de la escena, no internacional, donde felizmente todavía hay elementos tan racionales y éticos como son los Estados y las organizaciones internacionales, sino la sociedad trasnacional de la economía y la información globalizadas. Ahora bien, ¿sus protagonistas siguen inspirándose en Maquiavelo como a través de los siglos han hecho Kissinger y Stalin, Mussolini y Teodoro Roosevelt, Bismarck o Napoleón III (los comentarios atribuidos a Napoleón I en 1816 son una farsa de Guillon) o Richelieu? No creo que tengan tiempo para ello, ganas ni necesidad. Pero, además, Maquiavelo trataba del Estado y ahora lo que importa es el Rastro.