La lengua castellana, como las demás grandes lenguas de cultura actuales, es una entidad viva y fluyente. Quiere decirse que nace, se fortalece, se expansiona, se impone y logra niveles de universalidad. Y también, por supuesto, puede decaer y extinguirse. El latín y el griego son conocidos ejemplos de trayectorias vitales de las grandes lenguas de la historia que acaban, como los imperios, convirtiéndose finalmente en piezas de museo, mientras sus descendientes directos, las lenguas de hoy del Occidente europeo, florecen en plena vitalidad.
Esa enseñanza nos debe servir para no olvidar, en primer lugar, la necesaria protección y defensa de la lengua española. Y el señalamiento de los principales riesgos y peligros que acechan al porvenir de nuestro lenguaje, en la hora presente del mundo. Porque no somos los hispanohablantes de la Península los propietarios en exclusiva de nuestro lenguaje, sino los copropietarios de la misma. No somos “los amos de la lengua” como dijo antaño “Clarín”, sino los servidores comunes de un mismo caudal de palabras.
Nuestra lengua ¿se halla en crisis? ¿Está amenazada? ¿Se encuentra ante un proceso decadente, de progresiva degradación interna? ¿Qué peligros corre el lenguaje, que hemos aprendido de niños, que utilizamos cotidianamente y al que recurrimos cada vez que el uso de la pluma o de la palabra nos exige adentrarnos en ese misterioso y riquísimo tesoro del vocabulario de una lengua? La lengua –se ha dicho con reiteración– no es simplemente almacén de vocablos, sino también repertorio de ideas, catálogo de abstracciones, fuente de conceptos y sedimento de tradiciones acumuladas por el correr de los siglos y por la contribución a ellas de los grandes escritores y oradores que la utilizaron en nuestro pasado literario y en nuestro tiempo presente. La lengua tiene, dentro de sí, un metabolismo propio y en él…