En las décadas transcurridas desde la caída del Telón de Acero, vivir en Europa Central y Oriental ha sido a menudo experimentar la marginación. El núcleo del continente reunificado seguía siendo carolingio: Alemania, Francia y Países Bajos, centro de sus principales instituciones políticas (Unión Europea) y militares (OTAN) y sede de sus polos económicos. Los nuevos miembros de la UE, así como los candidatos a la adhesión y los aspirantes de más allá, estaban condenados a imitar a Europa oocidental y a jugar a ponerse al día con sus estándares socioeconómicos. Ivan Krastev y Stephen Holmes desarrollaron a fondo esta idea en su libro La luz que se apaga.
Muchos en el núcleo del continente miraban con desprecio a los de fuera. En 2003, pocos meses antes de que la UE admitiera a ocho Estados del antiguo bloque soviético (República Checa, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, Eslovaquia y Eslovenia, además de Malta y Chipre), el entonces presidente de Francia, Jacques Chirac, los reprendió por “perder una buena oportunidad de callarse” en los debates sobre la guerra de Irak. Una vez dentro de la Unión, estos países a menudo se encontraron en un segundo plano de los grandes acontecimientos: la crisis de la zona euro se desarrolló en gran medida en el sur; durante la crisis migratoria fueron tachados de intransigentes autoritarios; las respuestas de Europa tanto al ataque de Rusia a Ucrania en 2014 como a la pandemia de Covid-19 fueron encabezadas por Francia y Alemania. Nadie nacido al este del río Elba ha ocupado hasta ahora ni el puesto de secretario general de la OTAN ni el de presidente de la Comisión Europea.
A principios de 2022, cuando se avecinaba la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, las principales potencias de la UE y la…