Es una cena pequeña: las 10 personas que caben sentadas en la mesa de casa. Después de tres semanas en Ucrania, he decidido regresar a Irán por unos días antes del descanso de Navidad, porque si algo me han enseñado los años es que este país cambia muy rápido, especialmente en el sentir de la gente. En cuestión de semanas, de días. Siempre ha sido así. Es una de las razones por las que cuesta tanto entender Irán. ¿Quién hubiera dicho el pasado agosto que semanas más tarde las mujeres se atreverían a cruzar el control de pasaportes del aeropuerto sin velo? ¿Quién habría dicho que las autoridades mirarían para otro lado?
Muchos de los que estamos reunidos no nos habíamos visto desde principios de septiembre, antes del fallecimiento, el día 16, de Mahsa Gina Amini. “Asesinada”, sentencia gran parte de la población iraní que nunca creerá los informes de los forenses que dictaminaron que no murió a consecuencia de “golpes” tres días después de haber sido detenida por la policía de la moral.
“Por la vida, ¡Zan, Zandegi, Azadi!” [mujeres, vida, libertad], brinda uno de nuestros amigos a la cabecera de la mesa. Tiene los años suficientes para haber sido testigo de la victoria de la Revolución, haber peleado en la guerra contra Irak, haber vivido de cerca las ejecuciones masivas en la década de los ochenta, cuando algunos de sus amigos fueron asesinados y, años después, en 2009, salir de nuevo a la calle a protestar por el resultado de unas elecciones presidenciales que muchos creyeron amañadas a favor del entonces presidente, el populista Mahmud Ahmadineyad. Si bien en ese momento un sector de la sociedad todavía creía que se podían hacer reformas en el marco de la República Islámica, ya entonces empezó a corearse en las calles…