Durante los meses de negociaciones para alcanzar un acuerdo nuclear con Irán, los enemigos del pacto habían anticipado sonoramente un fracaso, ya fuese porque no se lograría, porque no sería lo bastante bueno, o porque no estaría respaldado por Teherán. Ante la inminencia de la finalización del plazo, el presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, John Boehner, declaró que su país estaba ansioso por conseguir un pacto, y aumentó inexplicablemente la presión anunciando que, de no llegar pronto, el Congreso impondría de inmediato nuevas sanciones a Irán: una acción que destruiría de antemano cualquier esperanza de acuerdo final.
Entre los candidatos republicanos a la presidencia para las elecciones de 2016 se produjo una escalada en la contundencia con que expresaban su desaprobación hacia las negociaciones. Scott Walker prometió revocar el pacto en su “primer día” en la Casa Blanca. Ted Cruz dijo que todo el que no rechazara el acuerdo “no tenía madera de presidente”. El presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, Bob Corker, promovió una primera votación de un proyecto de ley que aparentemente daría al Congreso la posibilidad de opinar sobre el pacto, pero que en realidad estaba envenenado, pues podía destruir la negociación. Así las cosas, mientras la mayoría de estadounidenses confiaba en que se alcanzase un acuerdo, el Congreso se preparaba para retomar un debate feroz de una cuestion primordial para la seguridad nacional sobre algo que aún no existía.
El pacto al que por fin se llegó el 2 de abril fue una sorpresa. Aunque el anuncio solo hacía referencia a “parámetros”, resumidos en comunicados de prensa individuales por parte de los países involucrados, en su conjunto los elementos que se han hecho públicos son más poderosos de lo que se esperaba en el exterior (y, al parecer, también…