Dar y encontrar relevancia estratégica y carismática a actos aparentemente cotidianos que podrían pasar desapercibidos es una de las funciones de la política: se dota de hilo conductor a hechos sociales que piden a gritos una explicación. Uno podría llamar “ideología” a ese hilo conductor. Y podría decir que las ideologías que mejor logran explicar lo acontecido y prever el futuro más inmediato son útiles para los seres humanos que las utilizan y, por tanto, sobreviven. Hay ocasiones en que la ideología en uso, que ha servido bien hasta ese momento en la función de explicar el presente y el futuro más inmediato para sus usuarios humanos, no tiene en cuenta variables o dinámicas que no están a la vista y que alteran el rumbo de las acontecimientos. Llega, pues, un punto en que se descarta por inútil dicha ideología, surge una competición entre nuevas interpretaciones y narrativas y sobrevive aquella que es más útil, pues explica mejor el pasado e incluye con lógica aspectos no integrados en la anterior.
La ideología que mejor ha explicado por ahora la relación entre Estados Unidos y España anunciaba que la colaboración era inmarcesible, que el vínculo transatlántico era sólido e inmutable, que nuestra cooperación se cimentaba sobre principios y valores grecolatinos y romano-europeos y que los convenios de defensa hispano-americanos eran, si no la más importante, una de las más importantes claves de bóveda de nuestra seguridad, lo que hemos dejado atestiguado en multitud de documentos oficiales, nuestras estrategias nacionales de 2013 y 2017 como ejemplos. No éramos “amigos” sino “familia”, aliados cercanos. Cuestionar aspectos nucleares de nuestra colaboración con Washington ha estado mal visto en varios discursos políticos, hasta el punto de criticar a aquellos que preferían a la Unión Europea por encima de la OTAN.
Esta ideología, como todas, debía…