Al menos 500 hombres, mujeres y niños se ahogaron el 14 de junio en una embarcación frente a las costas de Grecia. Habían zarpado de la ciudad de Tobruk, en el este de Libia, y aparentemente su destino era el sur de Italia. La mayor parte de los migrantes procedían de Pakistán. Desde 2015 no se había producido un naufragio con tal cantidad de muertes en el Mediterráneo, si bien, entre la indiferencia creciente de los medios de comunicación, apenas pasa un mes sin que el mar se trague vidas de quienes intentan llegar a Europa en busca de asilo o trabajo.

La Organización Internacional para las Migraciones cifra en 27.653 las personas fallecidas siguiendo esta ruta desde 2014. El Mediterráneo central es el paso migratorio más letal del mundo. Las sociedades del continente parecen haber aprendido a convivir con estas tragedias que suceden y se suceden a sus puertas, como si la ignorancia derogara una realidad que condiciona el devenir político de sus países y crecientemente determinará su porvenir económico.

Desde que en 2015 cerca de un millón de personas buscaran refugio en Europa, y las imágenes de muchedumbres acosadas en las fronteras, vagando por los caminos o alcanzando estaciones de tren o autobús llenaran las pantallas de los telediarios trastocando los mapas electorales, Bruselas ha adoptado una política de contención y externalización cuyo único objetivo es impedir una nueva llegada masiva de migrantes y refugiados. Manteniendo el problema humano y humanitario fuera del perímetro europeo se evitará la radicalización de la opinión pública y el crecimiento de los partidos xenófobos. Esta lógica no solo ha fracasado en sus objetivos sino que, poniendo el énfasis en el control policial y las medidas excluyentes, se renuncia a elementos primordiales del debate, desde la ética de estas políticas contrastadas con los…