Cuando fue evidente que había perdido seis semanas antes de tomarse en serio el coronavirus; que había ya miles de muertos en Estados Unidos; que el número de parados era el más alto desde la Gran Depresión, casi un siglo atrás; que se iba a producir una hecatombe económica y, en especial, que todo ello empezaba a traducirse en los sondeos electorales, Donald Trump, en uno de sus virajes, no por habituales menos impresentables, volvió a arremeter con dureza contra China. Ya en el momento inicial de la pandemia, EEUU acusó a China de ser el principal responsable de la propagación del Covid-19 por su negligencia y maniobras de ocultamiento.
El 24 de enero, tras una conversación con el presidente Xi Jinping en vísperas de la firma de la tregua comercial, Trump había ensalzado a su colega: “China ha trabajado muy duro para contener la epidemia. EEUU agradece mucho sus esfuerzos y transparencia. Todo saldrá bien. En nombre del pueblo de EEUU quiero dar las gracias a Xi Jinping”.
El 15 de marzo, cuando aparecieron los sondeos, Trump volvió a cambiar de tono y acusó a un laboratorio de Wuhan de haber dejado escapar el virus. Dijo que podía haber sido negligencia pero que, si no era así, China “tendría que pagar”. La insinuación de EEUU era perversa, ya que dejaba en el aire el fantasma de la guerra biológica, cuando el mundo todavía recuerda acusaciones similares contra Sadam Husein, hechas del modo más solemne ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por el entonces secretario de Estado, Colin Powell, que resultaron falsas.
Después de las afirmaciones de Trump acerca del laboratorio de Wuhan, sobre las que no presentó prueba alguna, varias autoridades estadounidenses –entre ellas el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, representantes de los…