El mundo globalizado: menos guerras, muchos más conflictos
En un trabajo de 2010 titulado La interdependencia es realmente muy compleja, Erik Gartzke, politólogo de la Universidad de California San Diego, explicaba una tesis que parece evidente pero contradice buena parte de los lugares comunes sobre las relaciones internacionales que han surgido en las décadas de la globalización. Según Gartzke, la interdependencia económica entre países pacifica sus relaciones pero, al mismo tiempo, es una fuente constante de conflictos. Los vínculos profundos que unen a las naciones que comercian, su interdependencia, reduce la violencia militarizada, pero aumenta los enfrentamientos de cualquier otra naturaleza.
No es algo del todo contraintuitivo. Sin embargo, durante los años de euforia de la globalización y de optimismo sobre lo que la interconexión tecnológica podía hacer por la concordia global, fue un asunto bastante ignorado. Al menos públicamente, políticos, empresarios y gurús tecnológicos parecían convencidos de que la creciente interconexión entre países, economías y culturas podía acotar mucho los conflictos; no solo reducir las guerras, como en efecto ha sucedido, sino alinear los intereses de los países de tal modo que cualquier diferencia se pudiera solventar diplomáticamente o con alguna que otra concesión comercial. Como sabemos desde el 11 de septiembre de 2001, esto no ha sido así. En los últimos años, además, se han producido numerosos conflictos, relativamente inesperados, que lo han hecho aún más evidente. Una mayor interdependencia no ha suavizado los problemas entre la Unión Europea y Rusia. Tampoco los que hay entre Centroamérica y América del Norte. Ni, por supuesto, entre Estados Unidos y China. La existencia de una conversación global en internet no ha mejorado la comprensión mutua entre países: parece, más bien, que ha sucedido lo contrario.
Es cierto que ahora hacemos pocas guerras convencionales, pero proliferan todas las demás: ciberguerras, guerras híbridas, propaganda exterior, intromisiones en procesos electorales. Lo llamativo es que esos conflictos no militares no solo se producen entre adversarios declarados, sino entre socios muy vinculados. The Age of Unpeace, el nuevo libro de Mark Leonard, director del European Council on Foreign Relations, elabora esta idea de una manera brillante y aciaga.
¿Interconexión benigna?
Su punto de partida es prácticamente biográfico. Para los miembros de la generación de Leonard (nacido en Reino Unido en 1974), que es también la mía, “en el cambio de milenio” parecía razonable esperar que “internet y la globalización” produjeran una interconexión benigna. En los últimos años, dice, “se han construido 64 millones de kilómetros de autopistas; 2 millones de kilómetros de oleoductos; 2,3 millones de kilómetros de ferrocarriles y 750.00 kilómetros de cables de internet bajo el mar”. Solo quedan 250.000 kilómetros de fronteras internacionales que nos dividan, en 2022 seremos 6.000 millones de personas conectadas a internet; y a día de hoy, casi 1.500 millones de usuarios entran a diario en Facebook. Pero nada de ello ha servido para dejar atrás los conflictos.
“La tragedia de nuestra generación —dice Leonard— es que las fuerzas que han unido a la humanidad también nos están dividiendo y amenazando con destruirnos”. Y eso nos provoca dilemas ideológicos. Leonard es casi una parodia del globalista hiperconectado, que alardea de que su trabajo le ha llevado “de la sede de Facebook en Silicon Valley a laboratorios de reconocimiento facial en China; de reuniones con el presidente turco en su suntuoso nuevo palacio a instalaciones militares en Hawai”; se cuida de decir en la introducción del libro que conoce a milmillonarios de Davos y a príncipes saudíes y que ha intercambiado ideas con George Soros. Pero, al mismo tiempo que se presenta como un campeón de la globalización —una de las personas que claramente han salido ganando con ella—, su angustia es genuina. Aunque hay pruebas sobradas de que la interdependencia está produciendo resultados muy contradictorios, ¿qué podría sustituir una ideología como el liberalismo globalista, que tantas promesas ilusionantes ha hecho en las últimas tres décadas?
Leonard no parece tener una respuesta. Pero su diagnóstico es preciso e inteligente: las relaciones establecidas durante el periodo de la gran globalización se han convertido en armas: lo son ahora los intercambios comerciales, lo es la competición por construir infraestructuras en los países en desarrollo, lo es el mundo digital y su enorme capacidad para transmitir noticias falsas y desinformación; lo son incluso, como ha demostrado últimamente Alexander Lukashenko, el presidente de Bielorrusia, las migraciones. “Las fuerzas que unen a la gente se han convertido en campos de batalla, y cada potencia tiene una estrategia distinta para luchar en nuestra era de la no paz (unpeace)”.
«Pensábamos que el conflicto entre grupos diferentes se debía a la existencia de intereses contrapuestos. Ahora sabemos que la pertenencia a un grupo u otro nos lleva a discriminar a quienes pertenecen a otros»
Esa fragmentación global también se está produciendo en el interior de los países de manera análoga. Pensábamos que el conflicto entre grupos diferentes se debía a la existencia de intereses contrapuestos. Pero ahora sabemos sobradamente que la pertenencia a un grupo u otro es una parte central de nuestra identidad y una fuente de orgullo, y que eso nos lleva a discriminar de manera arbitraria a quienes pertenecen a otros grupos. También sabemos que nuestras insatisfacciones ya no son relativas —es decir, fruto de la comparación con nuestros vecinos o conocidos—, sino “universales”: sabemos en todo momento que en el mundo siempre hay gente que es, o lo parece en Instagram, más privilegiada que nosotros. Y, al mismo tiempo, “plataformas regidas por algoritmos nos están empujando a renunciar a la toma de decisiones […]. Y los gobiernos y las empresas utilizan cada vez más algoritmos y big data para tomar decisiones sobre cualquier aspecto de nuestra vida, desde los exámenes de nuestros hijos a nuestra capacidad para acceder a un crédito, ser entrevistado para un puesto de trabajo o recibir asistencia sanitaria”. ¿Cómo no van a cundir el resentimiento y el conflicto, no solo entre sociedades distintas, sino dentro de ellas?
Las conclusiones de Leonard no son particularmente optimistas. Si en nuestro tiempo aparecieran figuras de la talla de Woodrow Wilson o John Maynard Keynes, tal vez seríamos capaces de imaginar y construir una “nueva arquitectura para un nuevo orden mundial”. Pero, reconoce, quizá lo que necesitamos no son arquitectos, sino terapeutas: gente que nos ayude “a aceptar quiénes somos y nos enseñe a gestionar nuestros demonios”. Dado que los intentos de reducir la conectividad se están topando con enormes resistencias —como dice Leonard, el orden global parece un matrimonio que apenas se soporta, pero que no consigue divorciarse— puede que eso sea lo máximo a lo que podemos aspirar. Aunque no parezca mucho, es urgente.