En el gobierno de los países encontramos a menudo la pugna entre dos tendencias no siempre irreconciliables: por un lado, la de la política y sus ambiciones, que desea empujar a la sociedad, con sus transformaciones legislativas, hacia un modelo concreto de sociedad que se argumenta como ideológicamente mejor al existente; y, por otro lado, la del conocimiento técnico de cómo operan los mecanismos sociales de la economía o la sociología y que analiza las oportunidades y las restricciones que facilitan, o impiden, la consecución de ese, u otro, modelo concreto de sociedad. Es el clásico enfrentamiento entre la política y la tecnocracia. Un enfrentamiento que suele plantear un juicio apresurado acerca de ambas.
A menudo se afirma que la política se obceca por alcanzar utopías en contra de la experiencia o del conocimiento teórico. Sin embargo, esto no es lo que siempre ocurre por una característica de la política que resaltó brillantemente el institucionalista Oliver Williamson, Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en 2009, en su investigación: el mundo político es un espacio de transacciones que necesita del acuerdo de intereses diferentes. De manera parecida, la tecnocracia, entendida como aplicación del conocimiento científico que, en cada época, se entiende como asentado, se presenta frecuentemente como una amenaza para la sociedad por su inexorabilidad, por representar una dictadura del conocimiento que marca lo que hay que hacer y lo que no en cada tesitura. Sin embargo, la técnica y el conocimiento científico son, para el gobierno de los países y la mayoría de las ocasiones, instrumentos para alcanzar objetivos concretos.
El matrimonio de política y técnica nace de la gran potencia que han adquirido los gobiernos en nuestra era. Su capacidad para actuar sobre el cuerpo social crece en paralelo al control de una cantidad creciente del producto…