Ocho años de presidencia dejan un Irán más dividido que nunca entre reformistas y conservadores, y con estos últimos desgajados en múltiples grupos. Enfrentado con el Parlamento, el poder judicial y el líder supremo, Ahmadineyad intenta que su huella permanezca.
Ocho años atrás Mahmud Ahmadineyad ganó la presidencia siendo casi un desconocido para la mayoría de los iraníes. Las claves para la victoria de este ingeniero civil con un doctorado en gestión de tráfico, que desde su juventud destacó por ser un ferviente seguidor de las enseñanzas del Corán y del ayatolá Jomeini, fueron, entre otras, un discurso que tenía como eje central llevar el dinero del petróleo a la mesa de los iraníes; su compromiso para luchar contra la corrupción; el apoyo del sector más radical del clero, que lo vio como un “dócil” defensor de los principios originales de la República Islámica, y la fuerza logística de los basiyis –las milicias creadas por Jomeini para defender la Revolución–, que pusieron en marcha una gran campaña para asegurarle los votos. Lo consideraban el hombre perfecto para devolver la República Islámica a sus orígenes después de ocho años de reformismo. Ahmadineyad, al fin y al cabo, había sido un basiyi desde sus comienzos. Un ayatolá llegó a llamarlo “el milagro de Dios”.
Hoy, cuando está próximo a abandonar su cargo, Ahmadineyad deja Irán sumergido en una gran crisis a todos los niveles que ha llegado a ser calificada por analistas locales como un “gran cisma”. Si el país ya estaba dividido cuando Ahmadineyad apareció en la escena política nacional, actualmente la ruptura es mayor. La pelea ha dejado de ser exclusiva entre reformistas y conservadores y se ha extendido a estos últimos, que a su vez han quedado divididos en múltiples grupos incluidos los moderados, los que defienden las ideas…