AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 44

El islamismo y la política exterior americana

Peter Mandaville
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EE UU no tiene por qué apoyar los valores de los islamistas, pero sí velar por la calidad de los procesos políticos en los que participan, en aras de una verdadera democracia en la región.

Aparentemente, las revueltas árabes de 2010-2011 plantearon numerosos retos a la política estadounidense en Oriente Próximo. El primero y principal fue la desaparición de diversos regímenes –en particular los de Egipto, Yemen y Túnez– cuyos líderes habían mantenido un firme alineamiento con las prioridades estratégicas de EE UU en la región. Y cuando quedó claro que los principales beneficiarios de las nuevas realidades políticas regionales serían varios partidos y movimientos islamistas, Washington se encontró frente a otra disyuntiva. La opinión generalizada daba a entender que en EE UU existía un malestar profundamente arraigado hacia esos grupos. Para algunos observadores, el país era un enemigo ideológico del islamismo, mientras que otros atribuían esta actitud al perpetuo temor de Washington a que incluso los islamistas mayoritarios –los que habían optado por participar en el proceso democrático– tuviesen programas ocultos que, en última instancia, fuesen en contra de los intereses de seguridad estadounidenses. En algunos casos EE UU había sido cómplice de los esfuerzos de sus satélites en la región por suprimir y criminalizar a los islamistas, o, al menos, había hecho la vista gorda. En consecuencia, cuando en 2011 estos grupos empezaron a adquirir preponderancia en las políticas de transición del mundo árabe, la sensación fue que Wa-shington se encontraba en un atolladero.

Unos años después, la situación parece haberse invertido. En toda la región los partidos islamistas han sido expulsados del poder, como en Egipto; puestos en desventaja política, como en Túnez; o se han convertido en fuerzas profundamente divisorias dentro de la sociedad, como es el caso de Libia. Si bien en la actualidad EE…

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