El increíble mundo menguante
“Some people are more certain of everything than I am of anything”.
Robert E. Rubin, secretario del Tesoro de Estados Unidos entre 1995 y 1999
Es curioso, pero a medida que el mundo se vuelve más vasto, más complejo, acumulando más capas de sentido, más historia a sus espaldas, a medida que el mundo se emborrona, en suma, más sencillos se vuelven algunos libros que tratan de acotar dicha vastedad, de penetrar dicha complejidad, de interpretar el borrón. Podríamos llamar a este tipo de obras, que proliferan en la actualidad, libros Rorschard. En ellos, el pensador de turno, sin esperar respuesta, nos explica qué vemos en las grandes manchas de la historia (¡biología!, ¡cultura!; ¡imperios!, ¡individuos!; ¡eternos retornos!, ¡huidas hacia delante!), aventurando una explicación cuanto más abarcadora, mejor. Muchas de estas obras tienen mérito, por supuesto, algunas son experimentos originales e interesantes, y unas pocas, reveladoras. Pero la mayoría suele dejar una sensación de extravío, de arbitrariedad, de descuido. Son libros que abarcan mucho, prometiendo teorías del todo, y acaban apretando más bien poco.
El último libro de Jeffrey D. Sachs forma parte del género, con sus méritos y deméritos. El economista estadounidense aborda en él los claroscuros de la globalización, “incluida su gran capacidad de mejorar la condición humana y, al mismo tiempo, plantear unas incuestionables amenazas”. El fenómeno pide una mirada amplia, desde luego, y Sachs no tarda ni una frase en proporcionárnosla. “La humanidad siempre ha estado globalizada, a partir de la dispersión de los humanos modernos desde África hace unos 70.000 años”. Voilà. Así comienza Las edades de la globalización.
El consenso histórico suele fijar el nacimiento de la globalización a raíz de la conquista de América, con muchas de las características actuales del fenómeno ya presentes en el siglo XIX, antes de dar el gran salto a finales del siglo XX. Para Sachs, sin embargo, siempre ha habido “interrelaciones de sociedades diversas a través de grandes áreas geográficas”, como él define la globalización. Pero al estirar el fenómeno hasta el límite, el economista estadounidense corre el riesgo de desvirtuarlo, incluso de romperlo.
La definición habitual de globalización habla de la “aceleración y extensión de las relaciones”, no de su mera existencia. Supongamos, de todos modos, que lo que Sachs pretende es hablarnos de esa progresiva conquista del globo, de la historia de su episódica aceleración y extensión. Pues bien, cuesta imaginar a las bandas, clanes y tribus del Paleolítico superior hollando, pensando el mundo más allá de un limitado espacio geográfico, a pesar del nomadismo y de los primeros intercambios a larga distancia de objetos preciosos. No hay mundo más local, menos global que aquel. Cuesta conectar aquellas sociedades entre sí, levantar interrelaciones a través de vastas áreas geográficas, y no tanto por los kilómetros, sino por la imaginación de los involucrados. Salvando las distancias, es como hablar de globalización y colonias de hormigas, otra especie eusocial que también ha conquistado el planeta; dicho sea con todo el respeto del globo para los homo sapiens y para las formicidae.
Fuente: National Geographic
Pese al salto mortal inicial, el libro de inmediato se vuelve interesante, pues Sachs aterriza el fenómeno y nos cuenta que hemos pasado por siete edades distintas de la globalización, desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, siguiendo pero también apartándose de los periodos históricos habituales. La primera es la ya mencionada Edad Paleolítica (entre 70000 y 10000 años antes de la era común), donde más que de globalización habría que hablar de protoglobalización. En la segunda, la Edad Neolítica (entre 10000 y 3000 a. e. c.), el rango de interacción se amplía del clan a la aldea y nace el intercambio entre estas. El comercio de artículos valiosos –piedras preciosas, conchas, minerales, herramientas– llega a cubrir distancias de cientos de kilómetros.
La domesticación del caballo marca el comienzo de la tercera edad de la globalización, la Edad Ecuestre (entre 3000 y 1000 a. e. c.), ya que hace posible el transporte terrestre rápido y las comunicaciones a larga distancia, además de acelerar la llegada del Estado, ya que la administración pública (y sus fuerzas coercitivas) pueden tener un alcance mayor. La cuarta edad es la Clásica (entre 1000 a. e. c. y 1500 de la edad común), caracterizada por el surgimiento y la intensa rivalidad entre grandes imperios terrestres. Comienza el comercio transeurasiático, como el llevado a cabo por el Imperio romano en Occidente y el Imperio Han de China en Oriente.
«A partir del siglo XIV los imperios se vuelven transoceánicos y, por primera vez, globales»
En torno al siglo XIV, los progresos en la navegación oceánica llevan al advenimiento de una nueva era, la Edad del Océano, que Sachs alarga hasta el siglo XVIII. Los imperios pasan a ser transoceánicos y, de hecho, globales por primera vez. Nacen las corporaciones multinacionales y se suceden los movimientos masivos de millones de personas, voluntarios e involuntarios. La Edad Industrial (de 1800 a 2000) marca una nueva aceleración profunda de la transformación social, con cambios cada vez más rápidos. Surge la primera potencia hegemónica mundial, Gran Bretaña, a la que sigue Estados Unidos, y se suceden los avances tecnológicos, que disparan la producción y el tamaño de la población.
Hoy vivimos en la Edad Digital, “resultado de las asombrosas capacidades de las tecnologías digitales”: ordenadores, internet, inteligencia artificial… El mundo vuelve a la senda de la multipolaridad, dejando atrás los tiempos del poder hegemónico, y el flujo incesante de información globaliza la política y la economía de forma más directa y apremiante que en edades anteriores. Si en el siglo XIV la peste negra tardó unos 16 años en llegar de China a Italia, hoy al SARS-CoV-2 solo le llevó unos días hacer el mismo recorrido, en vuelo directo de Wuhan a Roma.
En cada una de las edades, el cambio global, según Sachs, es fruto de la interacción de la geografía física, la tecnología y las instituciones. Entender dicha interacción es “fundamental para comprender la historia humana” y, en última instancia, tomar decisiones “más sabias” a la hora de escribir nuestra propia historia. Cada capítulo está dedicado a estudiar una edad, cerrándose con las lecciones que podemos extraer de ellas para afrontar mejor los desafíos del presente. La historia, sin embargo, es una maestra caprichosa, en el mejor de los casos.
Lo deseable, lo inevitable y lo probable
Dada su ambición, el libro, siempre interesante, resulta en ocasiones algo deslavazado, al atravesar períodos históricos a velocidad de crucero, saltando sin transición de lo panorámico a lo específico, de la divulgación al análisis y de ahí a la admonición, con una narrativa a veces ausente. Pero lo más problemático quizá sea el aroma a determinismo, la sensación que destila de que la globalización es inevitable, no solo deseable (siempre que cumpla con los preceptos del desarrollo sostenible, por supuesto). Como advertía Isaiah Berlin, cuidado con la “inevitabilidad de la historia”, por muy buenas que sean tus intenciones.
Sachs es honesto y no esconde las cartas, contándonos desde el principio que él cree en el progreso a largo plazo, en la “flecha en la historia” (más allá de la temporal, suponemos). “En cada edad, los seres humanos han sido más conscientes del mundo en toda su amplitud”, afirma, y la interdependencia, cada vez mayor. Para él, la historia de la humanidad es la historia de la integración global, una especie de destino manifiesto con aire a fin de temporada. “No podemos evitar empequeñecer el mundo”, señala Edward Luce en su nota sobre el libro. La mengua es política, económica, pero también intelectual, me temo.
En los años noventa, Bill Clinton definió la globalización como “el equivalente económico de una fuerza de la naturaleza”. Su colega británico Tony Blair se mofó de quienes cuestionaban dicho fenómeno y pedían repensarlo: “Oigo a la gente decir debemos parar y debatir la globalización. También podríamos debatir si al verano debe seguir el otoño”. Ambas afirmaciones han envejecido mal, aunque quizá no tanto como las tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia. O la defensa que el propio Sachs hacía, por aquel entonces, de las terapias de choque en países inmersos en crisis agudas, como Bolivia, Polonia o Rusia.
Con el tiempo, todos han matizado sus ideas, siguiendo los consejos (apócrifos) de John Mayard Keynes: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted no?”. Y es que los últimos años se han esforzado en enseñarnos, una vez más, que la historia nunca termina de irse. Que el progreso a largo plazo existe, pero también el retroceso. Y que el mundo no deja de agrandarse, al tiempo que se vuelve más pequeño.
La globalización es hoy cuestionada no solo por altermundistas, sino por toda una cohorte de generaciones de “dejados atrás”, tentadas por líderes nacional-populistas. En la Red, uno de los pilares de la Edad Digital de la globalización –por usar la terminología de Sachs–, la fragmentación está ahí, impulsada por el desacople tecnológico entre EEUU y China. Un mundo de compartimentos digitales estancos no solo es posible, sino cada vez más probable.
¿Un tiro errado del “arquero de la historia”, tal vez? No lo sé. En las manchas que emborronan el presente, algunos ven dianas, pero yo solo consigo ver mariposas. Mariposas que aletean, con el caos subsiguiente.