Como actor de un espacio «minoritario», el Kurdistán debe transigir con los marcos estatales que no ha logrado dejar atrás, y con unas dinámicas regionales que escapan a su control.
El espacio kurdo se ha visto sacudido durante los últimos 20 años por tres grandes acontecimientos. En primer lugar, la guerra del Golfo de 1991 y la posterior retirada de las tropas iraquíes de parte del norte de Irak abrieron el camino a la creación de un territorio que, en la práctica, era autónomo respecto a Bagdad. Una zona gris, desde el punto de vista del derecho internacional, que, sin embargo, se “normalizó” cuando Irak se convirtió en un Estado federal tras una segunda intervención estadounidense, en 2003. En Siria, el problema kurdo que durante mucho tiempo fue marginal, finalmente pasó a ocupar el primer plano de la escena nacional y regional como consecuencia de la evolución de la revuelta iniciada en marzo de 2011. De hecho, el 19 de julio de 2012, Bashar al Assad decidió retirar parcialmente sus tropas del norte de Siria, lo que contribuyó en la práctica a la aparición de una segunda autonomía kurda que, en dos años, ha logrado institucionalizarse y garantizar su permanencia en un contexto de extraordinaria violencia.
De este modo, en el transcurso de los últimos 20 años, hemos sido testigos de la formación de dos entidades kurdas que han confirmado, por si fuera necesario, la crisis del Estado westfaliano en Oriente Medio, e incluso más allá. Tras estos dos casos aparentemente similares, se esconden sin embargo dos realidades locales muy distintas. Para empezar, su estatus es diferente. La Constitución iraquí de 2005 define Irak como un Estado federal y reconoce el Kurdistán iraquí como un territorio autónomo dotado de prerrogativas importantes. En segundo lugar, su “legitimidad” internacional es distinta. Así,…