Estamos viviendo, en nuestros días, una época clave de nuestro mundo: se oye a la Historia girando sobre sus enmohecidos goznes. Desde que Gorbachov asumió la jefatura de la URSS en 1985, se han trastocado los fundamentos y la configuración de todo el mundo político que asumimos mentalmente al término de la Segunda Guerra Mundial. Cambian radicalmente de sentido todas las estructuras ideológicas y políticas que emergieron al término de la guerra, tanto en la misma URSS como en Europa oriental y todavía más en Alemania, que ha constituido el corazón mismo del sistema de seguridad occidental en los últimos 50 años.
La URSS se presenta como una entidad política racional y realista, desnuda de pretensiones ideológicas o falsedades propagandísticas, que identifica y reconoce errores y problemas y se ha señalado una ambiciosa reforma política, social y económica que da un giro a todo cuanto en el mundo soviético estábamos acostumbrados a ver.
¿Dónde quedan ahora las tribulaciones ideológicas de los primeros años de la post-guerra, dónde se ha ido la fuerza enorme, el atractivo y la no menos fuerte convicción del comunismo, que llevaba a sus partidarios a la defensa encarnizada de sucesos tan indefendibles como las purgas, los asesinatos y los inmensos campos de concentración de Stalin, y la represión de las rebeliones polacas y alemanas en 1948, de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968?
Viendo esta revolución en retrospectiva, comprendemos mejor la denuncia que Koestler hiciera del sistema comunista en su “Cero y el infinito” así como el punto final y comienzo de una nueva época que significó la represión de la Primavera de Praga en 1968 para la gran mayoría de los comunistas convencidos que aún quedaban.
Sin embargo, difícilmente podíamos haber previsto entonces, e incluso hace un año, la envergadura de la revolución…