El fin del poder
En 1969, Willy Brandt fue elegido canciller de la República Federal Alemana. Durante su mandato, el político socialdemócrata triplicó la inversión pública en educación, construyó 200.000 viviendas de protección oficial, y fortaleció enormemente el sistema de pensiones; es decir, consolidó un Estado del bienestar en cinco años. En 1981, François Mitterand accedió a la presidencia francesa con el fin de implementar una agenda genuinamente socialista, empleando para ello todos los recursos del Estado francés. Al segundo año su gobierno, derrotado por una crisis económica y una coyuntura internacional poco favorable al proyecto, daba marcha atrás. En 2011, Mariano Rajoy ganó una mayoría absoluta prometiendo no recortar en sanidad y educación públicas. Eso mismo empezó a hacer tan pronto puso el pie en la Moncloa. Tampoco se salvaron las pensiones, cuya defensa constituyó una piedra angular de su campaña electoral.
¿Cómo se explican estos contrastes? La integridad de cada dirigente contará, pero es indudable que los tres se vieron condicionados por diferentes dinámicas estructurales. Identificar estas dinámicas y analizar sus efectos es lo que se propone Moisés Naím en The End of Power. Su tesis es sencilla e inquietante: el poder –entendido como la capacidad de dirigir y prevenir las acciones de grupos e individuos– se está extinguiendo. No es solo que la emergencia de potencias como China, Brasil o India lo haya descentralizado, sino que la propia capacidad de ejercer poder está disminuyendo. Así lo atestiguan en las páginas de este libro dirigentes de la talla de Fernando Henrique Cardoso, Javier Solana y Lena Hjelm-Wallén, que confiesan ante Naím su cada ves más escaso margen de maniobra.
The End of Power identifica cuatro facetas del poder. El músculo representa su vertiente coercitiva; el código, la obediencia a normas morales o religiosas. El discurso sirve para persuadir intelectualmente en tanto que la recompensa modula a través de incentivos materiales. Apoyándose en Max Weber y el economista británico Ronald Coase, Naím traza la centralización del poder político y económico en torno a estructuras burocráticas –Estados centralizados y grandes corporaciones– a lo largo del siglo XX. Las razones fueron puramente pragmáticas: en un mundo crecientemente interconectado e industrializado triunfarían las economías de escala y superpotencias militares. Las dos guerras mundiales, seguidas por la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, acentuaron esta dinámica al generar gigantescas industrias de defensa y aumentar las capacidades de los Estados que las controlaban.
El mundo en el siglo XXI, sin embargo, no se presta a semejante distribución de poder. Y para Naím esto es consecuencia de una triple revolución. En el planeta somos más: 7.000 millones de personas, con estándares de vida cada vez más elevados. También ha aumentado la movilidad, como demuestra la creciente importancia de los flujos migratorios. Y ha cambiado nuestra mentalidad: la población global es a día de hoy más joven que en épocas anteriores, y la juventud, desde los revolucionarios en la plaza de Tahrir a los indignados en la de Sol, se muestra reivindicativa e inconformista.
Unidas a cambios tecnológicos acaecidos desde el fin de la guerra fría (Internet, telefonía móvil y un largo etcétera), estas tres revoluciones han convertido los antiguos centros de poder en monolitos obsoletos. Con su presupuesto anual de un billón de dólares, el Pentágono proyecta más poder que el puente de mando de un buque pirata o una célula terrorista. Y sin embargo son estos dos últimos los que, más ágiles y versátiles, han frenado al primero en Somalia y Afganistán. Frenado y arruinado: por cada dólar invertido en la planificación de los atentados del 11 de septiembre, EE UU ha derrochado siete millones en la «guerra contra el terror».
La erosión del poder tradicional también afecta a la economía. El siglo XX era Kodak, con 14.000 empleados repartidos por todo el mundo. Su heredera es Instagram, una start-up de Silicon Valley en la que trabajan 13 personas. Lo mismo ocurre con la banca tradicional ante los fondos de inversión y con los grandes medios de comunicación, por mencionar ejemplos emblemáticos. En tiempos posmodernos el rápido gana al fuerte, el ligero aplasta al pesado y David derriba a Goliat de manera rutinaria. Pero esta erosión de las estructuras de poder vigentes acarrea riesgos importantes, como demuestra el curso de la primavera árabe o la velocidad con que la innovación tecnológica destruye empleos.
Llegados a este punto urge un inciso. Cualquier libro de geopolítica que pretenda interpretar el presente a través de eslóganes –músculo, código, discurso; movilidad y mentalidad– debe ser objeto de inmediata sospecha, so pena de sepultar al lector imprudente en el alud de vacuidades en que se ha convertido la literatura sobre la globalización. Sirvan como ejemplo la “Chimérica” de Niall Ferguson, el “mundo plano” de Thomas Friedman, el “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington o la “realidad híbrida” de Parag Khanna. Afortunadamente The End of Power no entra en la lista negra, y no solo porque evite debatir ese concepto escurridizo y sobreexplotado que es la globalización. La amplia experiencia de Naím, antiguo ministro de Fomento de Venezuela y editor en jefe de la prestigiosa Foreign Policy, parece haberle vacunado contra el virus que azota a tantas publicaciones de este género.
Por desgracia su libro, que actualiza con rigor múltiples temas candentes, no llega a proporcionar una perspectiva rompedora en ninguno de ellos. El capítulo dedicado a la guerra examina las últimas innovaciones bélicas, desde los aviones no tripulados de la CIA a los artefactos explosivos improvisados en Irak y Afganistán, con parada obligatoria en los peligros de la ciberguerra. Pero las conclusiones a las que llega Naím no difieren en lo esencial de las que ya han expuesto historiadores militares como John Keegan, Martin Van Creveld o Mary Kaldor. Ocurre de forma similar con la transición de un modelo económico fordista a uno postfordista, que ya ha descrito con lucidez David Harvey.
Tampoco parece que dirigentes como Alfredo Pérez Rubalcaba, Cándido Méndez o el propio Rajoy sean especialmente susceptibles a la volatilidad del poder que describe el autor, en vista de su aferramiento al cargo a pesar de ejercer un liderazgo de resultados dudosos. Ni que la mentalidad de los estudiantes sea en 2011 más reivindicativa que en 1968. Más bien ocurre lo contrario: los indignados reivindican la recuperación de derechos ya existentes, no la instauración del maoísmo en España. A pesar de estas limitaciones, The End of Power presenta una nítida radiografía del momento en que vivimos. Repleto de testimonios interesantes y escrito en una prosa amena, el libro resulta una lectura grata y enriquecedora.