El estado de la economía japonesa se ha convertido en una grave preocupación de Asia y de Occidente. La debilidad del yen y el volumen de créditos impagados de la banca plantean serias dudas sobre la estabilidad financiera de la segunda mayor economía del mundo, sumida ahora en su peor recesión de los últimos cincuenta años. Japón ha pagado un alto precio en el crecimiento perdido como consecuencia de su mala gestión de la crisis bancaria. El problema es que ésta abra paso a la deflación de su economía y se convierta en una amenaza para el sistema financiero internacional.
Japón es una sociedad industrial avanzada que afronta desde mediados de los años ochenta la necesidad de adaptarse a la madurez de su economía. Sus estructuras y prácticas económicas permanecen ancladas en el modelo neomercantilista de posguerra, sin que el gobierno sepa aparentemente qué dirección tomar. Al margen de otros factores, la debilidad del yen y de la bolsa es, en buena parte, reflejo de la profunda desconfianza de los mercados en la capacidad del gobierno para responder a esos problemas. La resistencia política y burocrática a las reformas estructurales y la ineficacia de sucesivos programas keynesianos de estimulación de la economía se han traducido en una década perdida, a la que se ha sumado la crisis financiera. Su origen se debe en parte a una banca que no puede funcionar mientras no resuelva el problema de sus créditos morosos, pero también a un sector servicios que, excesivamente regulado y carente de una verdadera competencia, no puede proporcionar la demanda que la economía necesita para recuperar su crecimiento.
La burocracia japonesa, y en particular el ministerio de Finanzas –la institución más poderosa del país–, tiene una importante responsabilidad en la crisis. Su dogmatismo fiscal y su más que in- suficiente supervisión del sistema bancario son factores que contribuyen a explicar lo ocurrido. Sumados a escándalos de corrupción y a ejemplos de manifiesta incompetencia en otros departamentos, explican que los japoneses hayan perdido su tradicional confianza en la administración, a la que consideran como uno de los grandes obstáculos a los cambios que necesita el país.
Las mayores dificultades derivan, en efecto, del hecho de que Japón no está tratando sólo de llevar a cabo reformas estructurales en su economía; tiene que modificar también sus esquemas y métodos de gobierno. En palabras pronunciadas por el entonces primer ministro Ryutaro Hashimoto, el pasado 16 de febrero, “es necesario superar las dificultades económicas que han durado una década y reformar la totalidad del sistema nacional, que ha mostrado su agotamiento estructural”. Pero una cosa es el diagnóstico y otra la capacidad de reformar; Hashimoto no la tuvo y, tras una sonora derrota de su partido en las elecciones al Senado, se vio obligado a dimitir el 13 de julio, poniendo de relieve hasta qué punto la crisis financiera ha alterado el orden político japonés.
Por si fuera poco, Japón, que representa el setenta por cien del PIB asiático, no sólo no puede ayudar a sus países vecinos a salir de la crisis económica, ya en su segundo año, sino que agrava sus dificultades. Aunque los problemas japoneses sean de natura- leza interna, una continuada depreciación del yen agravaría la posición competitiva y los desequilibrios financieros de otras economías asiáticas, y podría terminar provocando una devaluación del yuan chino, lo que a su vez desencadenaría una nueva tormenta monetaria, con repercusiones sociales y políticas incalculables.
Historia de una crisis
Los problemas actuales comenzaron con el estallido de la burbuja inmobiliaria y bursátil de los años 1986-90, probablemente la mayor fiebre especulativa del siglo. Esa burbuja comenzó a inflarse tras el acuerdo del hotel Plaza de Nueva York (septiembre de 1985), por el que Japón se comprometió a incrementar sustancialmente el valor del yen, como medio para corregir su superávit comercial respecto a Estados Unidos. Preocupado por el efecto de esa revalorización sobre las exportaciones, el ministerio de Finanzas ordenó al Banco de Japón la reducción del tipo de interés del cinco al 2,5 por cien, lo que supuso una explosión de los activos inmobiliarios y de la bolsa. Los bancos japoneses permitieron que las empresas pudieran solicitar créditos, ofreciendo como aval hasta el ochenta por cien del valor –extraordinariamente inflado– de sus propiedades inmobiliarias. Con esos precios artificiales, las empresas se dedicaron a la especulación en bolsa (la denominada zaiteku, “high-tech finance”), estableciendo incluso cuentas de inversiones especiales (tokkin) para jugar en el mercado. Nadie pareció darse cuenta de que los precios respondían a una burbuja hasta que ésta estalló.
En mayo de 1989, alarmado por la manera en que la burbuja estaba amenazando el contrato social japonés –por las divisiones, sobre todo, entre quienes por tener una propiedad se habían enriquecido repentinamente y quienes tenían que renunciar al sueño imposible de llegar a tener una casa–, y por la convicción de que cuanto más se inflase, peores serían las consecuencias, el banco central comenzó a subir los tipos de interés. En agosto de 1990 habían subido del 2,5 por cien al seis por cien, es decir, un 140 por cien. En octubre, el índice Nikkei había caído un 45 por cien, mientras que el mercado inmobiliario había comenzado también a perder valor de manera pronunciada (un tercio en el centro de Tokio y cerca de un treinta por cien en Osaka). Aunque las predicciones todavía optimistas y el mantenimiento de los gastos de capital permitieron un crecimiento del 4,1 por cien en 1991, en 1992 se cayó al 1,1 por cien, la tasa más baja en sesenta años.
Ya en 1992 resultaba claro que Japón iba a afrontar una grave crisis financiera, dado el aumento de quiebras empresariales y el crecimiento del volumen de créditos de dudoso cobro, en una cuantía difícil de saber entonces por la escasa transparencia del sistema. Con la quiebra de la bolsa en agosto de 1992, los bancos vieron cómo sus teóricos beneficios ligados a participaciones en compañías afiliadas se habían convertido en pérdidas. Según las normas de contabilidad japonesas, esas acciones debían liquidarse y, para sustituir ese capital perdido en acciones, los bancos se vieron obligados a limitar la concesión de créditos, reduciendo la oferta de dinero y deprimiendo aún más la economía.
«Ya en 1992 resultaba claro que Japón iba a afrontar una grave crisis financiera, dado el aumento de quiebras empresariales y el crecimiento del volumen de créditos de dudoso cobro»
La bolsa de Tokio se encuentra hoy al nivel de 1986 y los precios del suelo han caído un ochenta por cien. Los bancos japoneses se han quedado, como consecuencia, con unos créditos incobrables que alcanzan la impresionante suma de un billón de dólares, el equivalente al treinta por cien del PIB. El sistema financiero se ha hecho añicos y, con él, un elemento clave de la estrategia de desarrollo japonesa.
El sistema financiero creado en Japón tras la Segunda Guerra mundial tenía un objetivo prioritario: proporcionar una financiación barata que permitiese la reconstrucción industrial del país. El gobierno fomentaba un alto nivel de ahorro, destinado a la inversión nacional, y ésta era dirigida por la burocracia, que decidía sobre su reparto entre los diferentes sectores y empresas, sin dar opción a que el mercado se pronunciase sobre lo adecuado de sus medidas. El sistema giraba en torno a la banca, un sector muy regulado, en el que las autoridades controlaban estrechamente todos los instrumentos financieros y el tipo de cambio, en el que banca comercial y de inversión no podían competir entre sí, y en el que los bancos mantenían estrechas relaciones con sus clientes y compañías afiliadas (keiretsu) a través de participaciones cruzadas.
El papel predominante de los bancos limitaba el tamaño y la posibilidad de recurrir a los mercados de capital. Todavía hoy, mientras que los créditos bancarios suponen el 150 por cien del PIB, el mercado de bonos no llega al 75 por cien (en EE UU, la proporción es del cincuenta por cien y el 110 por cien, respectivamente). Operando bajo la dirección del ministerio de Finanzas, los bancos no tenían que prestar atención a los beneficios de sus accionistas ni someter su política crediticia a la supervisión que siempre ha sido de rigor en otros países industrializados.
La estructura básica de la economía japonesa estaba de hecho representada por ese sistema de participaciones cruzadas que, todavía en 1991, suponía el setenta por cien de la bolsa de Tokio, un porcentaje que prácticamente no se negociaba. Se trataba, así, de un sistema que impedía una adquisición hostil por parte de inversores extranjeros, la oposición de accionistas nacionales y cualquier otra acción que obligara a las compañías japonesas a su inspección exterior. La seguridad de su financiación les permitía, asimismo, despreocuparse de los beneficios a corto plazo y concentrarse en la consecución de cuotas de mercado. Todo ello perpetuaba un modelo económico centrado en torno a los bancos.
Un sistema financiero de estas características obtuvo magníficos resultados en la época de gran crecimiento: los años cincuenta y sesenta. Pero empezó a perder su lógica a partir de la década siguiente. Desde entonces, las grandes empresas japonesas comen- zaron a abandonar sus bancos tradicionales, al resultar más barato acudir a mercados como el de eurobonos, y al observar que no tenía mucho sentido mantener acciones de bancos que habían perdido progresivamente valor. Por su parte, los bancos, atrapados con créditos dudosos después del reventón de la burbuja, ya no podían mantener clientes por el simple hecho de que fueran accionistas suyos. Los requisitos del Banco Internacional de Pagos y la necesidad de ir recortando sus pérdidas provocaron un frenazo en la concesión de créditos, agravado en otoño del pasado año, con el consiguiente resultado paralizante sobre la actividad empresarial.
«Los bancos, atrapados con créditos dudosos después del reventón de la burbuja, ya no podían mantener clientes por el simple hecho de que fueran accionistas suyos»
Hay, con todo, un aspecto positivo en el proceso de liquidación de este sistema de participaciones cruzadas. Puesto que bancos, brokers y compañías de seguros mantienen unas carteras importantes en sus respectivos accionariados, las sucesivas quiebras financieras liberarán un volumen enorme de papel, que propiciará una mayor participación extranjera en la economía japonesa. La compra de Yamaichi Securities por parte de Merrill Lynch, o el veinticinco por cien de Nikko Securities por parte de Travelers Group, son dos ejemplos sencillamente inimaginables hace pocos meses. Esta apertura al exterior es clave para la superación del desfasado modelo desarrollista.
La desaceleración de la economía ha provocado, pues, un desmantelamiento gradual del sector financiero japonés. Japón debe orientarse ahora hacia un sistema en el que el capital se distribuya, no de conformidad con relaciones empresariales preestablecidas o con la política del gobierno, sino en respuesta a las señales del mercado. Tiene que abandonar en suma un elemento básico de su estrategia de desarrollo, y urge que lo haga pronto, porque mientras que la banca no supere su morosidad, una recuperación sostenida de las inversiones de capital y del consumo privado es más que improbable.
Políticas erróneas
El efecto de la crisis bancaria ha sido el de paralizar el sector financiero japonés y, con él, el conjunto de la economía. El gobierno ha gastado medio billón de dólares en proyectos de obras públicas entre 1992 y 1995, y los tipos de interés son casi inexistentes: 0,5 por cien desde 1995 y 0,25 por cien desde el pasado 9 de septiembre. Sin embargo, la actividad económica se ha detenido. De 1992 a 1995 Japón sólo creció un 0,6 por cien anual. En 1996 mostró signos de recuperación, con un crecimiento del 3,6 por cien, debi- do en parte a una política fiscal expansiva, pero de nuevo se redujo en 1997 –0,7 por cien– y, con tres trimestres consecutivos de crecimiento negativo este año, entró oficialmente en recesión por primera vez desde 1975.
Los balances de la banca no son el único factor causante de la situación. Una sucesión de políticas erróneas por parte del gobier- no han contribuido también a este resultado. El gobierno ha estado obsesionado con el control del presupuesto, por razones fáciles de comprender. El déficit fiscal se acerca este año al siete por cien del PIB, mientras que la deuda pública acumulada supera el cien por cien del PIB. A largo plazo, el problema fiscal es aún mayor dadas las tendencias demográficas. Diversos analistas estiman que la tasa de dependencia –el porcentaje de pensionistas mantenidos por la población activa– alcanzará el 56 por cien en el año 2010. Sin una reforma radical, el sistema público de pensiones japonés se quebrará ante una carga insostenible. El reembolso de la deuda ya supone una quinta parte del gasto público, más que educación, defensa y pensiones juntas. Estas circunstancias han he- cho que el gobierno fuera reacio a utilizar instrumentos de política fiscal para estimular la economía.
Por otra parte, el crecimiento de 1996, las tendencias del primer trimestre de 1997, y la caída del yen respecto al dólar, hicieron pensar al gobierno que Japón ya había pasado lo peor del reventón de la burbuja. La recuperación se debía en realidad al gasto público inyectado en la economía por el plan de emergencia de septiembre de 1995 y a una reducción temporal de impuestos acordada en 1994. El gobierno y el ministerio de Finanzas estaban convencidos de que este dinero se había gastado de manera eficaz, pero fue un capital invertido en nuevos túneles o puentes, lo cual era, sin duda, muy positivo para el sector de la construcción –que emplea el diez por cien de la población activa y representa, no casualmente, uno de los grandes grupos de apoyo del partido en el gobierno–, pero suponía un esfuerzo inútil a la hora de reactivar la economía y promover reformas estructurales.
Mientras que asomaba la punta del iceberg, el gobierno, en vez de alejarse, dirigió la proa de la economía hacia él. El 1 de abril de 1997, de manera simultánea, el ministerio de Finanzas puso fin a ese recorte impositivo que había permitido la recuperación del año anterior, aumentó el impuesto sobre las ventas –equivalente al IVA español– del tres al cinco por cien, e incrementó algunas tasas y contribuciones, como el copago en el sistema de salud. En un período de dos años de crecimiento próximo a cero, el gobierno no sólo no bajó los impuestos, sino que los subió, restando el equivalente a un dos por cien del PIB. Y tan pronto como lo hizo, la economía se detuvo en seco. Los japoneses, preocupados por la posible pérdida de sus trabajos y sus inversiones se refugiaron en el ahorro, en vez de en el consumo de bienes y servicios.
La política del gobierno de dar prioridad al equilibrio presupuestario –formalizado en la Ley de Reforma Estructural Fiscal de diciembre de 1997, que establecía un límite al déficit público del tres por cien del PIB en marzo del 2004– se hizo insostenible: la prioridad era ahora revitalizar la economía. Pero todavía tardaría varios meses el gobierno en reconocerlo. El 26 de marzo anunció un nuevo plan de estímulo fiscal –el séptimo en ocho años– por una cuantía de 124.000 millones de dólares, que no incluía ninguna referencia a una reducción de impuestos y sólo una vaga mención a la desregulación de la economía. No se dio en realidad ningún detalle: sólo la cuantía total, por lo que resultaba imposible saber si real- mente serviría para estimular la demanda a pesar de su tamaño.
El aumento de la presión internacional e interior hizo que por fin el 9 de abril, Hashimoto anunciara un plan de reducción –no permanente– del impuesto sobre la renta que ascendía a 30.000 millones de dólares. Anunció también que, del total del paquete anunciado el mes anterior, más de la mitad se dedicaría a obras públicas. El conjunto del plan añadiría entre un dos y un tres por cien al PIB. Los observadores creían que ese recorte impositivo, efectivamente, podría impulsar el crecimiento este año, pero no una recuperación a largo plazo, porque seguía sin afrontar los problemas estructurales básicos.
Nunca podrá estimularse la economía si no se sanea primero la banca. La única solución efectiva para Japón consiste en cerrar los bancos insolventes y obligar a los saneados a que vendan sus créditos incobrables, mientras se protege a los depositarios. La solución sugerida fue la de un banco puente (ukezara ginko), que permitiría al gobierno cerrar las instituciones más débiles sin oca- sionar una paralización de los préstamos bancarios. Dicho banco intervendría las entidades que se declarasen insolventes y éstas tendrían un plazo de dos a cinco años para sanear sus balances. Durante ese período de tiempo, se venderían los créditos morosos y los bancos intervenidos podrían seguir concediendo préstamos a los clientes solventes y recibir depósitos. Si no se lograra el sanea- miento de los bancos ni éstos encontraran compradores, serían liquidados y sus bienes, vendidos.
«La única solución efectiva para Japón consiste en cerrar los bancos insolventes y obligar a los saneados a que vendan sus créditos incobrables, mientras se protege a los depositarios»
La derrota en las elecciones de julio paralizó al partido gobernante. En agosto, el nuevo gobierno de Keizo Obuchi presentó dos proyectos de ley de reforma financiera: uno que facilitaría a los bancos la venta de sus créditos morosos relacionados con el sector inmobiliario y otro para crear el “banco puente”. El gobierno también quiso comenzar la reestructuración del sector defendiendo la fusión de uno de los bancos con mayores dificultades de liquidez, el Banco de Crédito a Largo Plazo (LTCB), décima entidad financiera del país, y Sumitomo Trust. Pero hasta mediados de octubre, el desacuerdo entre la oposición y el gobierno impidió que la Dieta (Parlamento) pudiera aprobar la nueva legislación. El gobierno se manifestaba en contra de la clausura de los diecinueve mayores bancos, por sus efectos sobre el empleo –y, todo sea dicho, porque la banca es uno de sus grandes activos electorales– y defendía un fondo público para inyectar dinero en bancos débiles, pero viables. El principal grupo de la oposición, el Partido Democrático (PD), se negaba a todo rescate de la banca con dinero público.
El gobierno decidió finalmente ejecutar un programa en dos partes, que suman un total de 500.000 millones de dólares. La primera, por la que el ejecutivo nacionalizará los bancos en quiebra, fue aprobada por la Dieta el 12 de octubre. La segunda, aprobada al día siguiente permitirá la inyección de dinero público para sanear aquellos bancos considerados capaces de sobrevivir. Ante la oposición del PD, el gobierno tuvo que aliarse con otros pequeños partidos para lograr su aprobación. Pese a lo gigantesco de la suma total, equivalente al doce por cien del PIB japonés, el plan no obli- ga a los bancos a hacer público el verdadero valor de sus créditos de dudoso cobro o a ajustar sus balances en correspondencia; además, exige que sean los bancos los que soliciten voluntariamente la ayuda pública. De este modo, se alargará la vida de los bancos más débiles, pero no resolverá el problema: una amplia nacionalización del sistema bancario será probablemente inevitable.
Tampoco desde el punto de vista fiscal ha realizado Japón la política que esperaban los mercados. El 7 de agosto, en su primer discurso ante la Dieta, Obuchi desveló un recorte adicional por valor de 48.000 millones de dólares en el impuesto sobre la renta en abril de 1999, y un nuevo plan de estímulo fiscal a finales de año, por una cuantía de 73.000 millones de dólares. Pero continúa sin saberse si el recorte de impuestos será permanente o temporal y los detalles del nuevo paquete de gastos tampoco se conocen. Sí resulta cierto, sin embargo, que esas medidas aumentarán la deuda nacional, que sus efectos no se dejarán sentir hasta el próximo año y que existe ya un potencial muy limitado para nuevos progra- mas de obras públicas.
El agotamiento de un modelo
La crisis que vive Japón desde principios de los años noventa sólo se superará cuando abandone el sistema económico de los últimos cincuenta años. El modelo de desarrollo japonés –un alto nivel de ahorro, grandes inversiones de capital y un crecimiento apoyado en las exportaciones– fue una extraordinaria fórmula para convertir a un país pobre en una potencia industrial en poco tiempo, pe- ro no para una economía que en los años setenta y ochenta ya había “alcanzado” a Occidente.
Con la quiebra de la bolsa en 1990, el sistema de posguerra japonés se desplomó. El mensaje de la economía burbuja era precisamente que su forma de desarrollo resultaba insostenible: como una economía madura, Japón debía ahora ajustar su estructura industrial y su sociedad a una era de menor crecimiento y rápido cambio tecnológico. Pero nunca son fáciles las reformas cuando se han generado perniciosos excesos: el gobierno ha tratado de resistirse a los cambios y mantener el statu quo el mayor tiempo posible, ignorando las nuevas exigencias de la economía.
También las empresas han tardado en reconocer las transformaciones estructurales que estaban viviendo. El dinero barato y el temor a una creciente escasez de mano de obra les llevó a realizar inversiones de capital a una escala gigantesca: el equivalente a dos tercios del crecimiento del PIB (3,5 billones de dólares) entre 1986 y principios de 1991. El resultado de ese esfuerzo inversor es que sectores industriales clave se encuentran con un exceso de capacidad productiva de la que Japón pueda necesitar en un gran número de años, o quizá nunca más. Y ello ocurre cuando, aun en las mejores circunstancias, el ritmo de crecimien- to durante la próxima década difícilmente superará el tres por cien. El envejecimiento demográfico –que irá reduciendo gradualmente la población activa–, los lentos aumentos en la productividad y la mayor competencia internacional son los factores que explican ese menor crecimiento. Sus implicaciones son enormes: el empleo de por vida y la remuneración en función de la edad –pilares del “milagro” japonés– están llamados a desaparecer, y las empresas tendrán que cambiar la manera de gestionar y planificar sus actividades.
Al contrario de lo que algunos querían creer, los efectos de la burbuja no se hicieron sentir sólo sobre el sistema financiero o el sector inmobiliario, sino que crearon graves presiones deflacionistas: las empresas reducen radicalmente sus inversiones y los consumidores ahorran porque su principal activo (la propiedad inmobiliaria) ha perdido valor y su principal fuente de ingresos (su trabajo) se ve en peligro. La burbuja de los años ochenta fue, así, la falsa respuesta a la caída de la demanda japonesa. En 1986, cuando la revalorización del yen iba a poner fin a un crecimiento basado en las exportaciones, las autoridades recurrieron a instrumentos monetarios para impulsar artificialmente la inversión. Una vez que la burbuja estalló, la demanda no sólo seguía siendo escasa, sino que, además, vino acompañada por la inmensa montaña de créditos impagados de la banca. El gobierno dejó pasar el tiempo y los problemas se fueron agravando. Todo ello ha paralizado el conjunto de la economía.
El gran dilema que afronta Japón es la medida en que las presiones resultantes del estallido financiero obligarán al país a adoptar una forma de capitalismo más acorde con el modelo occidental. Las empresas deberán dar prioridad a los beneficios sobre las cuotas de mercado y los consumidores, preocupados por los precios y atraídos cada vez más por productos importados, acercan su comportamiento al propio de las economías de Europa o EE UU. Los problemas macroeconómicos también son similares a los de otros países industrializados: desempleo, deslocalización industrial, deudas en el sector financiero, etcétera.
Hay, pues, numerosos indicios de que Japón ha entrado en un período de convergencia con Occidente. La intensidad de la crisis y las presiones a favor del mercado que ha desatado quizá aceleren ese proceso, aunque cabe dudar que vaya a ser completo. Japón convergerá a su manera y a su ritmo: las ramificaciones de los cambios estructurales pueden extenderse por la resistencia del Estado a adoptar nuevas políticas que afronten el coste de la convergencia y por la aún insuficiente percepción entre la mayoría de los japoneses de que su país tiene que cambiar radicalmente. Después de haber disfrutado de cincuenta años de crecimiento estable y de una notablemente igualitaria distribución de la renta, no resulta fácil ni para el gobierno ni para el sector privado afrontar esta nueva realidad.