POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 22

El fin del antiguo régimen soviético

Dominic Lieven
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Comparado con el colapso de una superpotencia, hasta el drama yugoslavo no es más que una nimiedad. La intentona golpista de agosto de 1991 fue un momento espectacular y muy importante dentro de un proceso revolucionario al que todavía le esperan muchos años de evolución y que puede, de hecho, prolongarse hasta el siglo XXI. Agosto de 1991 fue testigo de la caída del antiguo régimen soviético, un hecho simbolizado por el derrumbamiento en Moscú de la estatua de Dzerzhinsky, jefe de la policía bajo Lenin, y de la metamorfosis de Leningrado para convertirse en San Petersburgo.

Pero, si las grandes revoluciones del pasado pueden servir de guía, la caída del antiguo régimen es el comienzo, más que el final, de la historia. El año 1792 fue testigo del asalto a las Tullerías y de la caída de la monarquía de los Borbones. Tuvieron que pasar siete años hasta que Bonaparte creó una síntesis estable entre el antiguo régimen y la revolución. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en Francia, la revolución soviética intenta transformar no sólo un sistema político, sino también los principios por los que la economía nacional se ha regido durante siete décadas.

Además, la revolución soviética no conlleva únicamente un cambio radical en la metrópolis rusa, sino también la desintegración del último gran imperio multiétnico del mundo. No es sólo el Gobierno, la sociedad y la economía de Rusia lo que hay que transformar, sino también los de un grupo extraordinariamente variado de naciones que ocupan la sexta parte de la superficie terrestre del mundo.

Entretanto, hay que crear y estabilizar un nuevo orden internacional en todo el norte de Eurasia y reajustar el conjunto del sistema de relaciones internacionales a nivel mundial para adaptarlo a la nueva realidad. Serán necesarios muchos años de pruebas…

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