Quien haya visitado la URSS a lo largo de los últimos dieciocho meses sabía que se tramaba una “restauración” bajo la forma de un golpe de Estado con legitimidad comunista, es decir la destitución de Gorbachov seguida de una purga. Había muchas señales que no dejaban lugar a equivocaciones: creación de un partido comunista ruso de línea dura, dimisión dé Eduard Shevardnadze y de Aleksandr Yakovlev, nombramiento de comunistas conservadores para puestos claves del Estado, etcétera. Incesantes rumores sobre el tema de un golpe inminente circulaban en Moscú desde el verano de 1990.
En efecto, nada tiene de extraño que un gigantesco aparato estatal, penetrado y dirigido en su totalidad por el partido, intente más pronto o más tarde rebelarse contra unas medidas amenazadoras o incluso mortales para la existencia de este partido, tanto si los reformadores no han hecho más que propugnarlas como si las han adoptado efectivamente. A semejanza de un organismo vivo que lucha contra la enfermedad, el partido-estado no podía tolerar indefinidamente su invasión por elementos extraños nocivos para su funcionamiento. Mientras Gorbachov lanzaba slogans del género “perestroika, glasnot, aceleración” y los resortes reales de la dirección del país seguían en manos del aparato, la nomenklatura comunista no se sentía amenazada. La industria y la agricultura estaban sometidas a planes anuales preestablecidos y controlados por el partido, mientras que las actividades muy marginales de los cooperativistas y de algunos centenares de sociedades mixtas parecían liliputienses a la sombra de un Gulliver estatal. En cuanto a la política exterior de Gorbachov, gozaba desde hacía mucho tiempo de la estima del aparato, porque tenía por objeto conseguir para la URSS el estatuto de nación más favorecida en el Congreso de Estados Unidos, tecnologías avanzadas y créditos importantes. Sólo con el fin de reforzar a la Unión Soviética, sólo en virtud de la vieja idea, acariciada por todos los jefes de Estado soviéticos, de “alcanzar a Occidente”, consintió la máquina estatal, incluido el ejército, en sacrificar a Europa del Este, cuya importancia estratégica se veía cada vez más reducida en la época de las armas balísticas y nucleares.
Durante los primeros años de Mijail Gorbachov en el poder, el aparato consideraba a la perestroika como un gigantesco camuflaje destinado a engañar simultáneamente a Occidente y al propio pueblo soviético. La nomenklatura, acostumbrada a las campañas de propaganda y a los bruscos cambios ideológicos que jalonan toda la agitada historia del régimen comunista, apenas podía imaginar que Gorbachov llevara a su propio partido al hundimiento. Además, ese hundimiento no entraba en los planes iniciales de Gorbachov, quien se aferraba aún a su “alternativa socialista” al día siguiente de su regreso a Moscú después del fracaso del golpe, y no se vio en la precisión de renunciar a su puesto de secretario general del PCUS y, después de suspender las actividades de éste sino bajo la presión de su salvador, Boris Yeltsin, y del Parlamento ruso.
En el transcurso de mis múltiples viajes a Moscú estos dos últimos años, tuve ocasión de hablar con muchos altos funcionarios de diferentes Ministerios y del Consejo de Ministros. Sin excepción alguna, me afirmaban que los directores de las grandes empresas del Estado, sobre todo en las provincias, así como los secretarios de los comités regionales del partido, seguían siendo quienes mandaban en todos los lugares del país. De una manera general –decían–, la perestroika no es visible más que en los dos grandes centros urbanos, Moscú y Leningrado (San Petersburgo), y esto gracias a un clima de libertad creado por la glasnot, pero cuyos ecos sólo llegaban a las provincias notablemente mitigados.
A los conservadores también les debió de dar seguridad la represión de muchas manifestaciones y levantamientos nacionalistas bajo el reino de Gorbachov. Recuérdense Tbilisi y Bakú, el Alto Karabaj, Vilna, Riga… En resumen, el partido, aferrado a su papel de “vanguardia” del pueblo soviético, toleraba con bastante docilidad, por lo general, las “extravagancias” de su jefe, Mijail Gorbachov. Sólo los verdaderos duros hacían sonar, desde hace dieciocho meses o dos años, el timbre de alarma. Puede que, a falta de un líder carismático rival, Gorbachov hubiera conseguido contener durante varios años todavía la descomposición creciente de su país, que se hundía lentamente en el caos económico y político. Pero dos acontecimientos fatídicos precipitaron el curso de la historia: la elección a la presidencia rusa, por sufragio universal, del “renegado” del partido Boris Yeltsin y el reciente decreto de este último que prohibía las actividades del partido comunista en los lugares de trabajo de la totalidad del territorio de Rusia. Desde el punto de vista de la ortodoxia comunista, éstos eran signos indudables de herejía que había que combatir a toda costa.
La emergencia de una Rusia con poder presidencial separado del poder central es un fenómeno nuevo en la historia del imperio ruso, pacientemente formado por los zares durante centenares de años de guerras y de conquistas. Después de la revolución de octubre, Lenin se apoyó en gran medida en el modelo preexistente para crear la estructura administrativa del Estado soviético. Y si, en el seno del Estado soviético, la república de Rusia estaba dotada de un aparato propio de gobierno, con poderes esencialmente ficticios, en contrapartida estaba privada de un partido comunista propio, osamenta y sistema nervioso a la vez de todo régimen comunista. Porque Rusia estaba gobernada directamente por el centro, y el partido comunista de la Unión Soviética era también el de Rusia. En realidad, era aquélla una situación profundamente lógica dentro del marco imperial. No hay que olvidar que Rusia ocupa una superficie de cerca de diecisiete millones de kilómetros cuadrados (76 por cien de la superficie total de la URSS) y que cuenta con más de 145 millones de habitantes, aproximadamente la mitad del total de la población soviética. La llegada de Boris Yeltsin cambió bruscamente esta situación al crear un segundo polo de poder en la Unión Soviética. Se inició a continuación una guerra de leyes y de ucases que provocó una peligrosa inestabilidad política y económica.
Pero el punto culminante de este nuevo desarrollo, la última gota que debió de desbordar el vaso de la larga paciencia del aparato del Estado fue la prohibición de las organizaciones de base del PCUS en los lugares de trabajo. Durante más de setenta años, el todo poderoso partido había pilotado y controlado la vida económica y social del enorme país. Todo director de empresa, con excepción de empresas diminutas, era miembro del partido. En cada empresa de importancia mediana, por no hablar de las más grandes, había un secretario de organización del partido “liberado”, es decir sin otras obligaciones profesionales que el “trabajo del partido”. El objetivo esencial de estas organizaciones locales, además de las sesiones de adoctrinamiento del personal obligatorias y la vigilancia de la lealtad de su comportamiento, era controlar directamente el proceso industrial y dar cuenta a los comités regionales del partido de los que dependían. El partido, privado por el decreto de Yeltsin de su dominio lo mismo sobre la economía que sobre la población, perdía su razón de ser y el régimen comunista estaba destinado al desfondamiento.
El nuevo Tratado de Unión, que debía firmarse en Moscú el 20 de agosto de 1991, habría constituido el golpe de gracia que daba Yeltsin al centralismo comunista. Para evitarlo y para restaurar el poder del partido, para detener la descomposición del imperio, ocho personalidades que ocupaban las más altas funciones del Estado, responsables del conjunto de la economía soviética, de la industria y de la agricultura, del ejército y del KGB, se rebelaron e hicieron detener al presidente del país y se arrogaron poderes especiales al tiempo que proclamaban el estado de urgencia. ¿Actuaron por interés personal? Probablemente no, porque se hallaban ya en el cumbre del poder antes del golpe. El único de los “ocho” que habría ascendido un escalón era Yanayev, vicepresidente convertido en efímero jefe de Estado. Pues bien, todos los observadores occidentales y soviéticos están de acuerdo en reconocer que Yanayev era más un títere que uno de los instigadores de este golpe fallido. Yo diría que el móvil de estos hombres que representaban las altas esferas del partido-estado era el deseo de perpetuar los privilegios de esta “nueva clase” descrita no hace mucho por Milovan Djilas, pero que ellos interpretaban como una manifestación de patriotismo, porque en el espíritu de los apparatchiks el antiguo modo de gobierno del país era el único viable y valedero.
Las razones de este golpe parecían tan evidentes, los intereses (el gigantesco aparato del partido-Estado, el ejército y el KGB, obsesionados por la perspectiva de desmantelamiento, el complejo militar-industrial abocado a un paro parcial) tan numerosos y potentes que, el primer día del golpe, Occidente en su conjunto pareció inclinarse ante la fuerza oscura que había surgido para volver a colocar a la URSS bajo el cayado totalitario. Y luego ocurrió el milagro. Sano y salvo, Yeltsin declaró anticonstitucional el golpe, los militares de las fuerzas especiales se negaron a obedecer, los gobiernos occidentales exigieron la vuelta de Gorbachov al poder. Contrariamente a las previsiones que manifestaban un apoyo masivo seguro para los golpistas, incluido el del hombre de la calle harto de la penuria y del caos, nadie se levantó para defender los valores comunistas e imperiales a la vez.
El desfondamiento sin precedentes, sin que casi se vertiera una gota de sangre, de todos los regímenes comunistas europeos, incluido ahora el de la madre patria del comunismo mundial, la URSS, tiene algo de irreal. Precisamente por la facilidad inaudita con la que se ha deshecho este sistema considerado, hace poco tiempo aún, como perenne y que sin embargo se ha derrumbado como un castillo de naipes.
¿Ha sido sólo el resultado de la ausencia cié temor creada por la glasnot? No lo creo. Para experimentar temor es preciso que alguien pueda inspirarlo. Ahora bien, para inspirar terror es necesario que los que mandan y quienes están bajo sus órdenes estén investidos de autoridad y tengan fe en su misión.
Esta fe la tenían los nazis. Incluso asediados por las tropas aliadas, muchachos jovencísimos, la Hitlerjugend, se batían aún en Berlín por la patria y el Führer. Más recientemente, un dictador sanguinario como Sadam Husein, vencido y humillado en la guerra del Golfo, ¿no ha sido capaz de movilizar el apoyo suficiente para aplastar las rebeliones populares en el norte y en el sur del país? Ahora bien, en el caso de Hitler o de Sadam, se trataba de líderes carismáticos. La admiración incondicional que profesa a Sadam el “hombre de la calle” en diversos países árabes es la mejor de las pruebas.
De la misma forma, Lenin y Stalin eran líderes carismáticos. Y es innegable que una parte de la población del imperio ruso fue arrastrada por la propaganda de los bolcheviques y creía en la revolución. Los pelotones de la Cheka iban animados por la fe, así como millones de sencillos ciudadanos que tomaron parte activa en las denuncias y en las purgas bajo Stalin. ¿No era la fe lo que animaba a los defensores de Leningrado, aquella ciudad mártir que resistió novecientos días de bloqueo al precio de casi un millón de vidas humanas?
Hoy, esa fe ya no existe. El partido comunista no era más que la osamenta y sistema nervioso de un cuerpo inanimado. Y la tentativa de devolver a la vida a este cuerpo inanimado mediante la respiración artificial que constituyó el golpe ha fracasado. La nowenklatura se quedó irremediablemente sola. Nadie, literalmente nadie estaba dispuesto a morir por ella.
Eso se llama el fin de una civilización. Esa civilización cuya descripción más brillante pertenece a la pluma de Aleksandr Zirioviev. En perspectiva, esta civilización comunista parece espectacularmente ridícula, irrealista, contraria a la naturaleza humana. En el nombre de ideales que a fin de cuentas eran abstractos, la gente denunciaba a sus allegados, enviándolos al Gulago incluso a la muerte; soportaba las peores privaciones, se extenuaba trabajando, renunciaba a la religión, a la belleza del arte, a la poesía, a la filosofía. Es evidente que semejante civilización no podía ser viable sino en el aislamiento más absoluto, bajo una campana de vidrio. Tras la revolución se lanzó una gigantesca empresa de creación del “hombre nuevo”, pero como éste jamás fue definido con claridad, los resultados esperados eran confusos. Los intelectuales revolucionarios preconizaban el abandono de la familia, la destrucción de todo el patrimonio prerrevolucionario e incluso el lanzamiento “al basurero de la historia” de la literatura y el arte rusos. De hecho, la vanguardia rusa (de diferentes orígenes), cuyo rigor formal nos admira hoy, era una corriente ideológica que aspiraba a la transformación total del hombre y del mundo. Este enfoque utópico coexistía con una “literatura proletaria” y un arte dedicado a la propaganda, así como con el enfoque propio de los bolcheviques que, con toda sencillez, creaban el “hombre nuevo” mediante la eliminación física del antiguo, ejemplo seguido en toda su dimensión grandiosamente demente por los khmcrs rojos.
Pues bien, los gustos pequeño burgueses de Lenin y más aún los de Stalin, que adoraba la estética tradicional gran rusa, habían de ser los primeros factores de un desmoronamiento ideológico. Bajo Stalin, paralelamente con la oficialización del pretendido “realismo socialista”, se reintrodujeron los uniformes zaristas de los militares y los escolares, se cultivaba el ballet clásico y a los grandes escritores del siglo XIX, con la excepción notoria de Dostoievski. Este contraste hiriente entre el horror de la realidad socialista y los valores de la gran cultura rusa del pasado no podía borrarse con el mensaje de los escritores llamados “progresistas” que habían denunciado las injusticias sociales en el imperio ruso.
La nostalgia del pasado, de una vida normal, a escala humana, se reforzó durante la Segunda Guerra mundial, cuando millones de soviéticos, ya fuera porque los llevaron en cautiverio los alemanes, ya fuera por la victoria y en la conquista, trabaron conocimiento con Occidente. El Festival Mundial de la Juventud de 1957 en Moscú, la audición de las radios occidentales, la extensión del estudio de las lenguas extranjeras, que se había convertido en una necesidad práctica durante los años 1960 y el desarrollo inevitable en la época moderna de lazos económicos, científicos y comerciales con Occidente fueron otros tantos factores de una lenta erosión de la fe que en otro tiempo animaba a una parte de la población y era dócilmente seguida por la mayoría. Esta erosión fue gradual, incluso insensible, como la carcoma que invade lentamente el interior de los muros y de las vigas de una casa de madera. Un buen día, la casa se derrumbó. Eso es todo.
¿Qué va a ocurrir ahora en el país de los Soviets? Los problemas con que se enfrentan el gobierno central y los de las repúblicas son enormes. ¿Cómo conciliar el ejército común, la deuda exterior común, la moneda común, el espacio económico común con las aspiraciones a la soberanía e incluso a la independencia de muchas repúblicas federadas, de ciertas repúblicas autónomas, de determinados pueblos dispersados por la extensión de la URSS, en especial los tártaros de Crimea y los alemanes del Volga? Por añadidura, el ejemplo de Europa oriental demuestra la inevitabilidad del paro, de una baja sensible de la producción y de un empobrecimiento considerable de la población, más del 40 por cien de la cual vive ya por debajo del umbral de la pobreza. En estas condiciones, no parece imposible el advenimiento de una dictadura, ni tampoco guerras civiles, conflictos interregionales, modificaciones de fronteras…
Con todo, hay una cosa que me parece una adquisición definitiva. Ninguna fuerza real en este inmenso país se apoyará ya en la doctrina comunista. Hace tres o cuatro años, el disidente soviético Aleksandr Chinsburg, residente en París, me decía: “La URSS es el único país del mundo en el que no ha nacido ningún comunista en el transcurso de estos treinta últimos años”. El fracaso del golpe en la URSS es la confirmación más estruendosa de ello.