El eterno retorno de los caudillos
En las últimas décadas, la figura del líder autoritario ha experimentado un auge en muchos sentidos inesperado. En ocasiones, los motivos han tenido que ver con la cultura política nacional o con el azar partidista, pero en otras las causas han sido acontecimientos globales: la caída del muro de Berlín y la difícil transición hacia la democracia en los antiguos países soviéticos; la crisis financiera de 2008 y el recelo cada vez mayor hacia las élites tradicionales; la gran oleada de refugiados en 2015 y 2016, y las crecientes apelaciones a la soberanía y el rechazo a los musulmanes en numerosos países occidentales. En estos años se consolidaron los liderazgos caudillistas de Vladímir Putin en Rusia y Recep Tayyip Erdogan en Turquía; ascendieron políticos que, a pesar de no llegar al poder, estuvieron y siguen estando cerca de él, como Marine Le Pen en Francia o Matteo Salvini en Italia; llegaron a la presidencia gracias a triunfos electorales Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en India y Rodrigo Duterte en Filipinas, o, el caso más sorprendente, Donald Trump se convirtió en el primer presidente con vocación de autócrata en los modernos Estados Unidos.
Desde entonces, politólogos, periodistas e intelectuales no han dejado de discutir si estas figuras son una continuación natural de los viejos líderes autoritarios surgidos durante los años veinte y treinta del siglo pasado –Adolf Hitler, Benito Mussolini y Francisco Franco– o si son fenómenos distintos, propios de las democracias de nuestro tiempo y de los nuevos entornos mediáticos.
Hace unos meses se sumó a la discusión Ruth Ben-Ghiat, profesora de historia de la Universidad de Nueva York experta en la Italia fascista, con Strongmen. Mussolini to the Present, que se ubica claramente en la primera opción. Según ella, el autoritarismo no es solo un conjunto de ideas sobre la sociedad y la política, sino también un “estilo”. Y, según ella, todos los caudillos comparten ese “estilo”: “Desde Mussolini hasta Putin […] establecen una forma de gobierno personalista, que concentra un enorme poder en un individuo cuyos intereses políticos y financieros prevalecen sobre los nacionales”. Estos exigen a sus colaboradores más lealtad que conocimientos y capacidad, y utilizan la corrupción, además del miedo y la complicidad, para mantenerse en el poder.
«Según Ben-Ghiat, el autoritarismo no es solo un conjunto de ideas sobre la sociedad y la política, sino también un ‘estilo’»
Pero, más allá de eso, los caudillos se caracterizan por una forma novedosa y persuasiva de utilizar la propaganda, la apelación a la retórica de la inseguridad, la exhibición de su virilidad y la presencia, velada o explícita, de la violencia en su manera de comunicarse. Si Mussolini hizo un uso extraordinario del cine documental para mostrar su masculinidad, mantenía relaciones sexuales a diario con un numeroso elenco de amantes y ordenó el asesinato de rivales, Muamar el Gadafi –uno de los ejemplos no occidentales del libro– tenía un harén y violaba a las mujeres que se le antojaban, hizo de la volatilidad de sus opiniones una forma de gobierno y llenó Libia de retratos suyos como salvador de la patria y el único mandatario capaz de mantener, mediante los ingresos petroleros y la violencia vengativa, la paz en el país. Silvio Berlusconi, que Ben-Ghiat incluye entre los caudillos recientes, fanfarroneaba sobre su voracidad sexual, dominaba la televisión del país y consideraba que su proyecto político consistía por igual en salvar a los italianos del comunismo y a sí mismo de los jueces. Trump no solo se ha dedicado a exhibir a sus esposas como trofeos y a emplear Twitter con una perversa maestría, sino que utilizó el miedo a la inmigración para cimentar su poder –llamando a los inmigrantes “delincuentes”, “asesinos” y “depredadores”, según documenta Ben-Ghiat–. Y, en general, se valió de su experiencia previa en el mundo de los reality shows para propagar la desinformación y el odio a sus adversarios.
La taxonomía de Ben-Ghiat tiene mucho sentido. En todos los personajes que aborda en su libro vemos los rasgos de carácter y las tácticas de los “hombres fuertes” del título: un recelo instintivo hacia el pluralismo, una mezcla de machismo y corrupción, la sensación de hallarse por encima de las normas que atañen a los demás. Pero, al mismo tiempo, su tesis presenta grandes problemas. Dos son los más importantes. En primer lugar, Ben-Ghiat no distingue entre costumbres aborrecibles y delitos abominables: para ella, hablar del machismo incluye por igual las torturas a las que eran sometidas las comunistas chilenas encarceladas por el régimen de Augusto Pinochet –con espantosas violaciones de por medio– y la repelente frivolidad de Trump. En una página cuenta con crudeza cómo Gadafi convirtió la ejecución en la horca de un estudiante en un espectáculo de masas televisado a todo el país y en la siguiente denuncia que Bolsonaro le dijo al periodista que publicó que su hijo era corrupto que tenía una “terrible cara de homosexual”. Cuando una taxonomía coloca a quienes practican violaciones y ejecuciones públicas, por no hablar de genocidios, en la misma categoría que quienes son proclives a insultos y vicios, aunque sean absolutamente despreciables, algo está mal en ella.
«Uno de los problemas del libro de Ben-Ghiat es que todos sus caudillos europeos y americanos son de derechas, dejando de lado ejemplos como los de Lenin, Stalin o, más recientes, Castro o Chávez»
El segundo problema del libro de Ben-Ghiat es que todos sus caudillos europeos y americanos son de derechas. Por supuesto, no puede exigirse a ningún libro que abarque por completo un fenómeno tan amplio. Y Ben-Ghiat afirma que no incluye a líderes comunistas como Xi Jinping porque este “asumió el poder en un sistema que ya era cerrado”. Pero es bastante asombroso que no estén aquí líderes como Lenin, contemporáneo de Mussolini y que inauguró su propio sistema; Stalin, que llevó el autoritarismo a unas cotas que probablemente no tuvieran precedentes; o, en América Latina, Fidel Castro o Hugo Chávez, que combinaron a la perfección el uso hábil de la propaganda, el desprecio a los homosexuales (en el caso del primero) o la identificación entre líder político y salvador de la patria (en ambos casos).
Ben-Ghiat distingue entre caudillos originarios (los fascistas), los que llegaron al poder gracias a golpes de Estado (entre 1950 y 1990 aproximadamente) y los que lo hicieron mediante elecciones (los contemporáneos). No es absurdo ver una continuidad entre ellos, y en los actuales pueden detectarse las peores tendencias y una amenaza a la democracia. Pero a pesar de sus numerosos aciertos –Ben-Ghiat es una buena escritora y sus descripciones de los estilos de gobierno de Mussolini y Gaddafi son particularmente espeluznantes y eficaces–, Strongmen hace equivalencias moralmente insostenibles. No hace falta comparar a Berlusconi con Hitler para afirmar que su liderazgo fue grotesco. Y es absurdo hacer malabarismos para evitar reconocer que una parte relevante de los caudillos de la modernidad fueron de izquierdas.