El Estado. ¿Cómo se crea? ¿Cómo nos crea?
No es sencillo aproximarse a Pierre Bourdieu porque la profundidad de sus análisis es en ocasiones abisal, pero también es cierto que su claridad expositiva es notable. La gran influencia que ha ejercido y ejerce en la Sociología de hoy tiene que ver también con su prístina sinceridad sobre las dificultades de la disciplina y de su relación con otras. Este es un asunto, el de la Sociología y la sociodicea (la explicación de la sociedad, un neologismo que acuña Bourdieu apoyado en la teodicea), que recorre toda su obra, y especialmente Sobre el Estado.
La obra parte de una transcripción de los cursos que el pensador francés imparte en el Collège de France entre 1989 y 1992, y esa condición de dictado es parte de la bondad pero también de la dificultad del libro. Nunca se detiene Bourdieu ante una frontera epistemológica, pero además explica los motivos de la hibridación y el objetivo que se marca al hacerla. Así, el autor entiende que su empeño de hacer una genealogía del Estado está trufado de riesgos, pese a que ve claros los huecos que, en su opinión, todavía no se han cubierto en la reflexión sobre qué cosa es, cómo surge y evoluciona y hacia dónde se encamina el Estado como ente factual e intelectual.
Algo importante en su tesis es entender que el Estado imbuye en la mente de las personas la propia idea de Estado, su importancia. Desde esa posición, el Estado es también capaz de conformar los rasgos de la sociedad y la cultura: por así decir, el Estado impone las reglas para su estudio, lo que hace más complicada la labor de análisis. Añádase a ello que para Bourdieu la aproximación histórica no puede ser la misma que la sociológica, pero sí hay un diálogo que debe destilar lo principal de las argumentaciones: si bien se propone el análisis de otros pensadores sobre la Historia del Estado, se hace para avanzar en las posiciones que tal disciplina no puede cubrir.
El análisis genético se apoya, pues, en el recorrido histórico. Dada su tremenda erudición, Bourdieu se apoya en el estudio de la formación del Estado en Japón, en Francia o en Inglaterra, y acude a poderosos trabajos previos como los de Elias, Durkheim o Tilly solo para mostrar las lagunas y la dificultad del análisis tanto de los que le preceden como del propio. Muy resumidamente, y habida cuenta de que no parece que Bourdieu estuviera pensando en la publicación (y por tanto la labor de ordenación de los conceptos no es llevada a sus últimas consecuencias), la tesis se resume en que el Estado es una ficción (en el sentido de hacer, no discursivo) que soporta las luchas de todos los campos que componen una sociedad. No solo las soporta sino que las regula y normaliza: impone una visión y una división que asegura la eficiencia social.
Pero para que eso haya sido posible, y para que se haya llegado al Welfare State, (Estado del bienestar) ha sido necesario un proceso de siglos que ha consistido, a vuelapluma, en la acumulación de poder y capitales por parte del Estado (del Rey), tomándolos de los señores feudales o de las comunidades desorganizadas, de modo que se convierte en un capital privado. Esa centralización absolutista deja paso a una conformación de la idea del Estado (y de otros conceptos como la nación) que utiliza y ordena los símbolos de manera que el debate social quede delimitado en condiciones dictadas. Dado que el Estado imbuye la idea del Estado, Bourdieu niega incluso la condición rupturista de la Revolución Francesa, puesto que lo que se da es una reconfiguración de las clases dominantes (de la nobleza de sangre a la nobleza de Estado, de la Casa del Rey a la Razón de Estado) que utilizan el discurso simbólico para apoyar tal cambio. Es el Estado, según la visión francesa, el que construirá el orden y la nación a través de la escuela, el catastro o la ley.
Bourdieu dota de extrema importancia al cuerpo de funcionarios (el campo burocrático) como “servidores que se sirven del Estado” y a los juristas como poseedores del capital lingüístico necesario para pasar de la idea mágica del poder a una ordenada por el Derecho. Es decir, que el poder del Estado (metapoder, como él mismo lo define) hace que los demás poderes se subordinen a la idea ortodoxa que él mismo patrocina. Así, el diseño del sistema educativo, militar, judicial, parlamentario o social, en suma, tiene que ver con una lógica de reparto ordenado de las cartas de juego para que todo el mundo quiera jugarlo y el orden social (que constituye una rareza, en su opinión) se mantenga.
Discúlpese lo tosco del resumen. Lo extraordinario del libro es, precisamente, la libertad intelectual que destila y la asombrosa capacidad de Bourdieu de mantener el hilo del discurso pese a la enorme cantidad de datos, referencias y digresiones que la obra acumula. Se puede imaginar al autor dejando que el flujo de su pensamiento vuele libre pero atado a un cordel, de modo que el lector pueda tomar lo principal de los argumentos.
Hay que agradecer la labor ímproba de los editores franceses para poner en orden el volumen y hacer inteligible la oralidad del profesor. También la traducción de Pilar González Rodríguez y la cuidada edición de Anagrama merecen elogio.
Otro gran intelectual francés, George Steiner, decía que un intelectual es alguien que lee con un lápiz en la mano. No hay otra manera de leer este libro, simplemente porque las ideas de Bourdieu inevitablemente dispararán las del lector que se atreva a “asistir” a estas clases magistrales.