A principios de los años noventa del siglo pasado pareció abrirse una ventana de oportunidad política para la resolución de uno de los conflictos de ocupación colonial más longevos y enquistados en la sociedad internacional. Tras varias décadas de enfrentamientos, en la que se contabilizan cuatro guerras árabe-israelíes (1948-49, 1956, 1967 y 1973), junto a sucesivas confrontaciones asimétricas entre el ejército israelí y las milicias palestinas en Jordania y en Líbano, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) e Israel firmaban la Declaración de Principios en Washington, el 13 de septiembre de 1993. Se sellaba así una agenda de negociaciones, proyectada a lo largo de cinco años, que trascendió en el lenguaje político y mediático de la época por la denominación más genérica de los Acuerdos de Oslo, referencia que incluiría toda una serie de pactos a partir de entonces.
Semejante escenario era resultado de una coyuntura favorable, configurada por toda una serie de cambios registrados en el espacio local/nacional, regional e internacional; junto a los diferentes cálculos estratégicos de los actores implicados. En la esfera local/nacional, a finales de 1987, después de dos décadas de la ocupación militar israelí de los territorios palestinos de la franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este en 1967, se produjo el estallido de la primera Intifada (1987-1993). Este amplio movimiento popular de resistencia y desobediencia civil invirtió la imagen tradicional del conflicto: Israel pasó de ser el pequeño David rodeado de Estados árabes hostiles para transformarse en el gigante Goliat como potencia militar y colonial de una sociedad ocupada, desarmada y, aun así, víctima indócil y desafiante de su dominio.
Las mismas fuerzas armadas que habían vencido a varios ejércitos árabes en el campo de batalla eran incapaces de imponer su orden en los territorios palestinos ante la desobediencia del pueblo ocupado. Si bien el gobierno israelí terminó retomando la iniciativa mediante una fuerte represión, el agotamiento de la sublevación y la división del movimiento social palestino, lo cierto es que el paisaje político había cambiado de manera radical con el amplio rechazo a la ocupación militar. Todo indicaba que la situación no volvería a ser igual que antes del levantamiento, y nadie garantizaba que después de un tiempo de quietud no volvería a producirse otra movilización colectiva de protesta.
La imagen exterior de Israel se había deteriorado, y no ofrecía más respuesta que la represión brutal. Las imágenes de sus soldados quebrando los huesos de los jóvenes palestinos dieron la vuelta al mundo. El oasis de democracia que proyectaba en Oriente Próximo se había transformado en un pantano en el que se hundían sus supuestos valores liberales. La sociedad israelí se había dividido entre los partidarios y detractores de la ocupación. Entre su clase política la diferencia era más matizada. En contraste con el sector ultraconservador e inmovilista del Likud, el laborista era más partidario de asumir el desafío y acometer algunos cambios, sin explicitar su compromiso sobre la dimensión o alcance de los mismos.
En el espacio regional, la tendencia predominante desde la guerra de 1967 era la del repliegue de los Estados árabes a sus fronteras nacionales evitando otra confrontación árabe-israelí (la última se había producido en 1973). Mientras en la retórica oficial árabe se sostenía la centralidad de la cuestión de Palestina en la región, la zona del golfo Arábigo/Pérsico acaparaba cada vez mayor atención. Así se puso de manifiesto con la emergencia de la revolución iraní en 1979, la guerra irano-iraquí entre 1980 y 1988; y, en particular, la invasión iraquí de Kuwait en el verano de 1990, con la consiguiente restitución de la soberanía kuwaití en 1991 por la coalición internacional liderada por Estados Unidos, con el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU.
Por último, en la arena internacional, después de cuatro décadas y media de tensión bipolar, la Guerra Fría había concluido y la distensión tomó el relevó en las relaciones entre ambas superpotencias. Ante sus acuciantes problemas internos y una nueva concepción de las relaciones internacionales, la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov (1985-1991) se fue replegando del espacio internacional hasta su desaparición a finales de 1991. Unos meses antes, en octubre de ese mismo año, Moscú había acompañado a Washington en la convocatoria de la Conferencia de Paz de Madrid para Oriente Próximo.
La pérdida de una oportunidad histórica y única
En este nuevo escenario, de expectante optimismo, se logró sentar a las partes implicadas en el conflicto en torno a una mesa de negociación. Pero más allá de este acontecimiento, las conversaciones abiertas en Madrid dieron lugar a varias rondas negociadoras con resultados limitados. En opinión de Zbigniew Brzezinski, se perdió una oportunidad histórica y única. EEUU careció de la audacia que exigía el momento, con una coyuntura, poder y prestigio muy favorable para explicitar e imponer sus criterios de resolución, sin permitir el desafío de las partes; y concretar sus parámetros en la opción de los dos Estados, con un Estado palestino desmilitarizado, sin permitir la expansión israelí más allá de las fronteras de 1967, tampoco el retorno de los refugiados palestinos (a los territorios de 1948), junto a la división y reparto de Jerusalén.
En el interregno de Madrid (1991) a Oslo (1993) se produjeron dos acontecimientos importantes. Primero, el relevo del gobierno israelí del ultraconservador Isaac Shamir (1986-1992) por el del laborista Isaac Rabin (1992-95) en coalición con Meretz y Shas, junto al apoyo exterior de los partidos árabes Hadash y el Demócrata Árabe. Y segundo, el giro estratégico en la posición negociadora de la OLP mantenida hasta entonces en el canal oficial, abierto en Madrid y continuado en Washington, con la apertura de otro en Oslo, paralelo, secreto y directo con Israel. Además de adoptar la diplomacia secreta, de tan nefasto legado en la región, el principal problema residió en las limitaciones y deficiencias de los acuerdos alcanzados. Ciertamente, el gobierno que encabezaba Rabin mostraba una mayor predisposición a negociar de la que carecía el de Shamir, pero la ambigüedad, inconcreción y ausencia de un compromiso explícito no fue menos significativa.
«La OLP cedió su carta más preciada, el reconocimiento de Israel, sin obtener una contrapartida equivalente»
Así quedó reflejado en las cartas de intercambio entre Rabin y Yasir Arafat. Mientras la OLP reconocía el derecho a la existencia de Israel, el gobierno israelí solo reconocía a la OLP como legítimo representante del pueblo palestino, sin mayor compromiso con el derecho palestino a la autodeterminación ni el fin de la ocupación. La OLP cedió su carta más preciada hasta entonces, el reconocimiento de Israel, pero sin obtener una contrapartida equivalente, con el reconocimiento israelí del proclamado Estado palestino en 1988. Entonces, sobre la base jurídica de la resolución 181 (II) de la Asamblea General de la ONU del Plan de Partición de Palestina, el Consejo Nacional Palestino (equivalente a un Parlamento en el exilio) proclamó la independencia del Estado palestino, ciñéndose a un espacio territorial incluso inferior al previsto en dicha resolución, reducido a las fronteras anteriores a la guerra de 1967. Cabe recordar que esa resolución, de 1947, en la que se preveía el establecimiento de dos Estados, fue la misma en la que se amparó la proclamación de la independencia de Israel en 1948.
Inspirados en los Acuerdos de Camp David de 1978, los de Oslo no denunciaban la ocupación israelí, ni la necesidad de concluirla; tampoco garantizaban el derecho palestino a la autodeterminación, ni a un Estado independiente, ni el retorno de los refugiados; y, en suma, no definían el objetivo final de este proceso –supuestamente– transitorio. Por el contrario, los asuntos más trascendentales quedaban relegados al tramo final de las negociaciones: refugiados, Jerusalén, asentamientos coloniales, fronteras y, en definitiva, el estatuto final de los territorios. Dicho en otros términos, mientras en Oslo Israel veía reconocido por la OLP su derecho a existir en paz y seguridad en las fronteras del 78% de la Palestina histórica, los derechos palestinos a disponer del 22% restante de su territorio iban a ser objeto de negociación.
Falaz ‘ambigüedad constructiva’
La indefinición de los Acuerdos de Oslo suscitaba interpretaciones diferentes e, incluso, contrapuestas. Los palestinos esperaban que el resultado final del proceso se concretaría en el fin de la ocupación israelí y el establecimiento de un Estado palestino independiente y soberano. Por su parte, los sucesivos gobiernos israelíes solo buscaban desactivar la confrontación armada y retener lo máximo de lo adquirido; a lo sumo, estaban dispuestos a otorgar una autonomía administrativa a la población y admitir una entidad subestatal subordinada, tutelada y dependiente de sus exigencias territoriales, de seguridad, políticas e ideológicas. A su vez, esta falaz “ambigüedad constructiva” dejaba la definición concluyente de todo el proceso en manos del actor más fuerte que, dada la profunda asimetría de poder entre las partes, recaía sobre Israel en calidad de potencia ocupante y dominante.
Las diferencias entre ambos actores se extendieron también a sus cálculos estratégicos. La OLP se adentró en Oslo desde la debilidad y por debilidad. Sin un debate previo en el seno del movimiento nacional, ni transparencia en el proceso de toma de decisiones, cada vez más reducido a un círculo estrecho en torno a Arafat, sin los tradicionales pesos y contrapesos de otros históricos dirigentes que fueron paulatinamente asesinados en la mayoría de los casos, como Abu Yihad (Khalil al Wazir) o Abu Iyad (Salah Khalaf), números dos y tres respectivamente de la OLP. El temor a que la dirección palestina en el exterior fuera marginada e, incluso, reemplaza por el liderazgo emergente en los territorios ocupados a raíz de la Intifada o bien a que algún Estado árabe alcanzara un acuerdo previo con Israel también pareció contribuir a esa decisión. Unido a cierta ingenuidad, impericia y asesoramiento desacertado, una interpretación precipitada y errática de los cambios en la escena regional e internacional llevó a la central palestina a adentrarse en un proceso negociador sin garantías ni respaldo internacional seguro alguno.
Por su parte, Israel advirtió en Oslo una oportunidad para intentar resolver el dilema al que se enfrentó su ocupación desde el primer momento: agenciarse los beneficios territoriales (expansión, recursos naturales, ampliación de fronteras, profundidad estratégica) sin asumir los costes de administrar su población (conceder derechos de ciudadanía). Hacerse con la máxima geografía palestina a la vez que con la mínima demografía palestina posible ha sido una pauta reiterada por el movimiento sionista primero y, luego, por Israel.
«La dinámica de Oslo permitió a Israel una salida del aislamiento internacional en el que se había adentrado durante la primera Intifada»
Oslo escenificó nuevamente este comportamiento con el establecimiento de una autonomía palestina a modo de gobierno interino, la Autoridad Palestina (AP), en 1994. Su ámbito de actuación se limitaba a la administración civil, con un alcance territorial muy restringido y fragmentado en tres áreas. La zona A, donde ejerce la administración y seguridad interna, comprende las ciudades palestinas, agrupa a más del 50% de la población y constituye el 18% del territorio ocupado (excluido Jerusalén Este). La zona B, donde ejercita la administración y comparte con Israel la seguridad, reúne los núcleos rurales, con algo más del 40% de la población y el 20% del territorio. Por último, la zona C, sin competencias palestinas, que ostenta exclusivamente Israel, está constituida por el resto del territorio que, habitado por el 1% de la población palestina y la totalidad de los colonos, además de Jerusalén Este, posee una superficie del 62%.
Paralelamente, la dinámica de Oslo ofrecía a Israel una salida del aislamiento político y diplomático en el que se había adentrado durante la primera Intifada; además de una mejora de su imagen exterior y ampliación de sus relaciones exteriores, retomándolas con los Estados que las habían suspendido e iniciándolas con los que no las tenían hasta entonces. Durante estos años de la posguerra fría, Israel vio revalorizado su papel geoestratégico en la región de Oriente Próximo a tenor de su estrecha alianza con EEUU y sus intervenciones militares en la región (Afganistán e Irak) a raíz de los atentados del 11-S. Del mismo modo, experimentó un notable incremento de su poder, situándose entre las primeras 15 potencias mundiales, según algunas calificaciones internacionales; y también de su riqueza, a caballo de la globalización neoliberal y la revolución en las tecnologías de la información y comunicación, convirtiéndose en un referente mundial en tecnología cibernética, especialmente en materia de seguridad y militar, experimentada, a modo de laboratorio, en el control de los territorios palestinos y el de su población.
«De los 200.000 colonos de la época de Oslo se ha pasado a 750.000, implantados en 200 asentamientos»
Pero, sobre todo, Oslo constituyó para Israel una cortina de humo para seguir con su escalada colonizadora. Solo cabe remitirse a los hechos. Mientras en la esfera exterior mantenía la ficción del proceso de paz, con la contención o neutralización de las críticas, en los territorios palestinos (Jerusalén Este incluido) siguió su colonización desde los inicios de Oslo. Entonces el número de colonos rondaban los 200.000, cifra que se han incrementado hasta los 750.000 de la actualidad, implantados en 200 asentamientos, a los que se suman más de 200 colonias de vanguardia a la espera de su legalización por el gobierno israelí, junto a 136 zonas, destacamentos y bases militares. A todo ello hay que sumar las carreteras de circunvalación, que conectan todos esos bloques de colonias, puestos avanzados y áreas militares con las autopistas y vías israelíes, actuando como cuñas de fragmentación que sortean las ciudades y aldeas palestinas, al mismo tiempo que las asfixian y las aíslan unas de otras. Unido a los numerosos puestos de control, vallas eléctricas y el muro construido a lo largo de unos 600 kilómetros de los 721 proyectados, separando a familias, tierras de labranza, propiedades, centros de trabajo, escuelas y hospitales, entre otros servicios. La franja de Gaza está sometida a una variante aún más sofisticada, la de la ocupación exterior y el bloqueo desde 2007, extremando las condiciones de vida hasta niveles inimaginables.
El paisaje de los territorios se ha transformado en pequeños guetos y bantustanes, donde se recluye a su población, con el aislamiento de sus núcleos urbanos y rurales, restricciones de la circulación, atentados contra la propiedad y la dignidad de las personas. Esta escalada colonizadora se acompaña de medidas punitivas ante la resistencia de la población nativa: expropiación de tierras, demolición de casas, estado de sitio, castigos colectivos, asesinatos, encarcelamientos, detenciones prolongadas sin juicio, torturas, incursiones y secuestros en las áreas autónomas palestinas. En síntesis, la ocupación ha creado en los territorios palestinos la cárcel más grande de la tierra, como afirmaba el historiador israelí Ilan Pappé. Si los primeros años del proceso de Oslo fueron una sucesión de acuerdos, cumplimientos parciales y retrocesos, desde el año 2000 la situación se caracteriza por la ruptura de cualquier lógica de cooperación. Israel toma unilateralmente las medidas que le conviene y las impone por la fuerza. Recurriendo a la violencia contra civiles que protestan o se sublevan.
Solución de los dos Estados: retórica cómplice
Tres décadas después de Oslo, el balance es desolador. La situación de los territorios palestinos ocupados es mucho peor que antes de dichos acuerdos. El panorama político se ha ensombrecido con un incremento de la violencia estructural inherente a la ocupación militar y colonial, como se ha manifestado en las sucesivas agresiones militares registradas desde entonces, en particular en la bloqueada y castigada franja de Gaza; sin olvidar las más recientes incursiones en Nablus y Yenín, junto a los progromos protagonizados por los colonos israelíes en varios pueblos palestinos. En lugar de aligerar y acabar con la ocupación, los sucesivos gobiernos israelíes la han reforzado y perpetuado desde entonces, al mismo tiempo que han imposibilitado deliberadamente la implementación de un mini-Estado palestino con continuidad territorial, cohesión demográfica y viabilidad económica.
A pesar de que desde 1994 existe una administración palestina, sin soberanía y dependiente de la ayuda internacional, que insiste en ser reconocida como Estado desde 2011, la opción de los dos Estados ha desaparecido del horizonte político como paradigma de resolución. Los dirigentes israelíes no ocultan su abierta oposición, tanto en sus declaraciones como en sus políticas coloniales. Cierto que todavía sigue siendo la opción que mayor apoyo posee en numerosas cancillerías y foros internacionales, pero no es menos cierto que no deja de ser más un ejercicio de retórica política que realmente efectivo, cuando no cómplice con el actual statu quo. En numerosos Estados se advierte una manifiesta incoherencia política entre las posiciones adoptadas en materia de política exterior y su ejecución. El ejemplo más evidente es el de EEUU, que asumió los auspicios y mediación internacional de este proceso sin guardar la imparcialidad requerida; al contrario, se ha mostrado como un mediador parcial y deshonesto. Otros actores internacionales, como la Unión Europea, tampoco han estado a la altura de sus responsabilidades ni de las circunstancias. Además de la tendencia a la dispersión y fragmentación de la política exterior de sus Estados miembros, Bruselas ha limitado su papel más al ámbito asistencial y económico que al político, ha sido más un pagador que un jugador, sin equilibrar ni compensar la mediación internacional y la asimetría de poder. En suma, Israel ha tenido la capacidad para mantener y ampliar su asentamiento en territorio palestino sin rendición de cuentas, al tiempo que equipara la resistencia palestina al terrorismo, y todo ello con la pasividad y la connivencia de la comunidad internacional.
No es una mera paradoja o simple coincidencia que cuando mayor consenso político y jurídico existía en la sociedad internacional para resolver este prolongado conflicto mediante la opción de los dos Estados, Israel haya imposibilitado política, territorial y económicamente el establecimiento de un mini-Estado palestino independiente y soberano. Si entonces, cuando se sellaron los Acuerdos de Oslo, el contexto parecía todavía posible (aunque no exento de dificultades) para establecer un mini-Estado palestino, hoy en día ese paisaje ha desaparecido por completo y también la posibilidad de esa hipotética estatalidad. Tres décadas después, las condiciones políticas, materiales, territoriales, económicas y demográficas en las que se planeaba la estatalidad palestina han sido objeto de una significativa y deliberada transformación.
Es de temer que en Oslo Israel advirtió una vía para continuar la ocupación por otros medios. De cambiar algo para que todo siguiera igual. La cooptación de una élite política nativa que se acomodara a las exigencias israelíes siempre fue una constante de los diferentes gobiernos de ocupación. Después de décadas de confrontación, los cambios mencionados propiciaron una coyuntura favorable para la resolución de esta prolongada ocupación colonial. Paradójicamente, Israel encontró en una OLP muy debilitada la predisposición a asumir la administración civil de la población con la expectativa de ver el fin de la ocupación y el establecimiento de un Estado palestino, sin garantías ni contrapesos internacionales que velaran por ese cumplimiento.
Si bien Israel sorteó mediante esta artimaña el dilema de asumir las ganancias territoriales sin pagar peaje (administración de la población y concesión de la ciudadanía), lo cierto es que su escalada colonizadora y el impedimento de la opción de los dos Estados han llevado a Israel a un nuevo dilema: aceptar la realidad que ha construido sobre el terreno de un solo Estado y, por tanto, otorgar los derechos de ciudadanía a toda la población existente entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, o bien, por el contrario, continuar con su actual política etnocrática y de apartheid.
De nuevo, cabe preguntarse cómo puede pretenderse la paz sin justicia. ●