Las dos características más notables de la descomposición del comunismo son la velocidad a la que se desarrolló el proceso y su imprevisibilidad. Si hubiera sido más lenta, esta descomposición nos habría parecido menos espectacular.
De haber sido prevista, no hubiera abierto esta ruptura en nuestros hábitos de análisis y nuestros esquemas políticos.
Que el fenómeno haya sido súbito no significa que haya terminado.
La Unión Soviética sigue descomponiéndose ante nuestros ojos, e incluso en los países más emancipados de su tiranía como Checoslovaquia, Hungría o Polonia podemos ver hasta qué extremo se complica, por ejemplo, la restauración de la propiedad privada o el imperio de la ley. Sin embargo todos sabemos, en este otoño de 1990, que la historia del comunismo se ha roto el año pasado, dividiéndose en un antes y un después. Se ha cruzado una línea decisiva: la que separa la reforma de un sistema de su desintegración. Cualquiera que sea el talento de Gorbachov a la hora de abrazarse a los hechos para fingir que los controla, la sucesión de quiebras que ha sacudido al mundo comunista en 1989 no es el resultado de su proyecto; sino una concatenación acelerada de crisis que se asemeja, por su ritmo incluso, a algo así como una catástrofe de la naturaleza, independiente de quienes ejercen el poder o cuando menos de sus propósitos. Para entenderlo mejor, tracemos un somero balance de lo ocurrido.
Lo que ha sorprendido a la opinión pública es la separación súbita, y tan fácilmente producida, de aquellas zonas del imperio soviético que habían sido últimamente unidas a su conjunto, es decir después de la II Guerra Mundial. Por ahora sólo los Estados bálticos, anexionados en 1940, escapan a la regla común (aunque reclaman su emancipación) con el pretexto de que habían sido incorporados a…