Las interminables colas para comprar un pan cada día más caro agravan el malestar de los egipcios hacia un sistema autoritario que no es capaz de reducir los índices de pobreza ni permite la existencia de una oposición verdadera que dé voz a una sociedad efervescente.
Egipto vive uno de los momentos más delicados de su historia reciente. A las inevitables sacudidas de la crisis económica mundial, que han afectado con especial intensidad el maltrecho mercado local, hay que sumar el creciente deterioro de la imagen exterior del país, sobre todo en el mundo árabe y Oriente Próximo; los casos de corrupción y el estancamiento de las reformas políticas. Las algaradas populares se repiten en diversas regiones del país, y es perceptible un clima de tensión permanente.
Si la extendida sensación de malestar y oprobio entre la población acabará abocando a un estallido social, es algo difícil de aventurar. Es ya un tópico caracterizar a la sociedad egipcia como una olla a presión a punto de estallar debido a la degradación progresiva de las condiciones de vida de los ciudadanos y el notorio malestar de extensos sectores ante la política interior y exterior del presidente, Hosni Mubarak, malestar azuzado por el renovado protagonismo de los servicios de seguridad y el mantenimiento del Estado de excepción.
La figura de Mubarak, que cumplió 80 años en mayo, se ha visto sometida a un desgaste notable. A pesar de los ingentes esfuerzos de los medios de comunicación gubernamentales –series de televisión y canciones laudatorias incluidas– y la maquinaria institucional del Estado, la popularidad del presidente es muy baja. La sospecha de que la alternativa a su gobierno (auge del islamismo radical, contienda civil, disputas interconfesionales) podría ser todavía peor, sirve de argumento a quienes consideran que el sistema de Mubarak aporta, al menos,…