Para el virus del ébola no hay vacuna ni tratamiento, pero la forma de controlarlo es bien conocida desde hace tiempo: identificación, aislamiento y cuidado terapéutico de las personas afectadas, seguimiento de quienes hayan entrado en contacto con ellas, e información a la población. Que este brote, en su blitzkrieg (guerra relámpago) desgarradora por Guinea, Liberia y Sierra Leona, haya conseguido matar a más de 3.500 personas, infectar a más de 7.000 –es la cifra oficial, pero se calcula que la real podría duplicarla– y desarbolar sistemas de salud enteros en los países afectados en poco más de siete meses, no dice nada nuevo del virus pero lo dice todo de nosotros. Este brote nos muestra que el rey está desnudo y que nuestra solidaridad y nuestra capacidad de respuesta a amenazas globales de salud pública carecen de fortaleza y determinación. Falta por ver todavía por cuánto tiempo el rey seguirá en paños menores y por cuántos meses el recuento de muertos, dolor y devastación continuará creciendo en progresión geométrica.
El ébola no es nuevo. Los antropólogos de Médicos Sin Fronteras (MSF), cuyo trabajo es esencial para lidiar con una enfermedad tan compleja como esta, han averiguado que, en poblaciones de Uganda, República Democrática del Congo (RDC) y Sudán (los países donde primero se documentó, y en cuyos brotes la organización ha intervenido), la respuesta de algunas comunidades era precisamente aislar a los enfermos en un perímetro del que no pudieran salir y en el que les dejaban comida y agua, hasta que sobrevivían o sucumbían: sabemos ahora que fortalecer el sistema inmunológico del paciente es esencial para que pueda vencer al virus por sus propios medios. Y los mantenían aislados durante 25 días, cuando el protocolo médico actual estipula en 21 el periodo necesario para librarse de la enfermedad….