Después de haber hecho tanto en la preparación del Acuerdo de París –y aún más desde entonces– para empujar el debate mundial sobre el clima hasta los niveles más altos de la diplomacia multilateral, la Unión Europea y los principales gobiernos de los Estados miembros pronto se enfrentarán a una paradoja crítica. La principal potencia normativa en materia de cambio climático se adentra en un año de dura y prolongada lucha política para concretar sus ambiciones climáticas –y las de la comunidad internacional– a una escala sin precedentes. La acción climática camina con paso firme de los anuncios a la acción, de la ciencia a la primera línea, y la transición promete tanto turbulencias como oportunidades.
En la gestión de esta tensión, las instituciones europeas se enfrentan a la necesidad de ser visionarias –en el reequilibrio fundamental del contrato entre el Estado, los ciudadanos y la naturaleza que requiere nuestra época– a la vez que se apoyan en sus fortalezas tecnocráticas. Esto último plantea el riesgo inherente de que la política de la UE se vea constreñida por la rigidez institucional o por lo que los economistas llaman “dependencia del camino”, un camino que en la práctica podría impedir la acción audaz que exige la crisis climática. En algún lugar del arco de tensión, los contornos de un nuevo proyecto europeo y una voz global son posibles, pero no están, ni mucho menos, dados.
Sin embargo, hay motivos para la esperanza. Cuando la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, propuso un Pacto Verde al Parlamento Europeo –dirigido por un peso pesado como Frans Timmermans– fue tanto una audaz declaración de intenciones como una necesidad política. El Pacto Verde de la UE es, en efecto, una síntesis de las propuestas realizadas por los partidos políticos y las posiciones…